Translate

domingo, 29 de diciembre de 2013

Viacrucis digital

El 2014 viene con la obligatoriedad de expedir comprobantes fiscales por la vía digital, medida que, supuestamente, nos facilitará la vida y hará más transparente y eficiente la recaudación hacendaria. De lo último no tengo duda, de lo primero guardo reservas.

Generar una factura electrónica es como un examen de oposición, un rito de paso donde la paciencia se somete al límite. La modalidad amenaza con hacernos perder mucho tiempo o en casos extremos, la cordura. El drama inicia con una nota de venta donde la tinta es como la justicia en México: no se ve del todo. Aún si la impresión es legible, viene el reto de capturar el código de la transacción, un tortuoso criptograma con decenas de números y letras que parece creado para desconcentrar al más certero. Si logras capturarlo bien, no cantes victoria, algunos negocios te piden que consignes el número del vendedor, la fecha de la compra, clave de la sucursal, la secuencia, o cualquier otro dato que hay que rastrear en un estrecho pedazo de papel con la pericia de un descifrador de glifos mayas. Si eres mayor de 40 años, necesitarás una lupa.

Además, hay que aguantar la arrogancia de algunos que condicionan la expedición de la factura electrónica dentro de cierto tiempo posterior a la compra: “válido únicamente dentro de las próximas 4 horas y siempre y cuando no haya llovido sobre nuestro corporativo”. Los consumidores estamos a merced de aquellos a quienes ya pagamos. ¿Regulará la SCHP o la Profeco estas prácticas?  

En teoría, los sistemas de una empresa están alineados con la causa superior de la existencia del negocio: generar utilidades vía la satisfacción del cliente (dándole un beneficio no siempre explícito). En la práctica no siempre es así, hay quienes no entienden la necesidad del cliente o no les importa. Esta insensibilidad corporativa abre espacios a la competencia.

A veces los negocios pierden de vista lo que aporta valor al cliente. En aras de volverse eficientes, o de conseguir un ahorro, afectan los intereses de sus consumidores. American Express tiene uno de los mejores servicios al cliente que yo he visto, pero ha perdido la brújula en sus salones Centurión en aeropuertos. Ajenos a entender que un salón de espera debe dar al cliente dos beneficios básicos: libertad más aislamiento, eliminaron la barra de autoservicio (restringieron la libertad, los meseros no la suplen) y dispusieron sus sillones de modo tal que hacinan al visitante (anulan el aislamiento).

Cuando la empresa no sabe cuál es el beneficio que el cliente valora, puede cometer el error de eliminarlo. De modo opuesto, cuando la organización está alineada a entregar los beneficios que el cliente valora, se genera la magia, la anhelada lealtad a la marca, y ciertos aspectos se vuelven intocables (si los directivos de Amex supieran que “libertad + aislamiento” es el beneficio clave, se la pensarían dos veces antes de atentar contra ello, y entrenarían a sus empleados para dar “libertad + aislamiento” en otras formas).

Si lo que pretende Hacienda es la facilidad en la expedición de comprobantes fiscales, debería regular que efectivamente el proceso sea fácil, y sancionar a las empresas que no cumplan. Para comprobar lo que sucede en la vida real, lejos de una oficina en las alturas, nada como bajar al mundo y recorrer la ruta. Imagino que pocos altos funcionaros de Hacienda han intentado generar facturas electrónicas, si no experimentan lo que vive un consumidor mortal, podrían ser miopes a lo que causan sus iniciativas.


Un sistema que pone piedras en el camino, alienta la evasión a la ruta. Si Hacienda apuesta a una mayor fiscalización, y algunos negocios apuestan a que el cliente desistirá de generar su factura, de poco servirá una política creada en el Olimpo. Ojalá Hacienda y los negocios no pierdan de vista que los consumidores valoramos mucho nuestro tiempo y también lo que es verdaderamente fácil de usar. Y aquí está el reto, lo complicado de un buen sistema es que debe ser simple.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Improntas mexicanas

Los cambios constitucionales de la reforma energética sobre el modo en que la nación aprovecha sus recursos naturales han provocado una efervescencia sin par. Juan Villoro tiene razón cuando dice que para los mexicanos el petróleo equivale a una deidad.

Nuestro joven país (como “México” tenemos poco más de 200 años) es como un adolescente en búsqueda de identidad, pasa por una etapa de indefiniciones y por lo tanto definiciones (a veces somos más lo que decidimos no ser, que lo que decidimos ser). En buena medida, la identidad y el carácter se forjan desde la infancia. Los especialistas hablan de improntas, esos recuerdos que se impregnan a nuestra memoria y condicionan la forma de nuestras reacciones (una impronta es una instrucción para el futuro).

Los mexicanos tenemos un amor-odio por lo extranjero, y mucho de ello se explica por las improntas que el individuo, hoy llamado México, tuvo no sólo en su infancia sino en su etapa prenatal. En La visón de los vencidos, relaciones indígenas de la conquista, se habla del testimonio de Alvarado Tezozómoc quien cuenta que para Moctezuma los rumores de la llegada de “gentes extrañas” (extranjeros) significó perturbación y angustia, se habla también de varios presagios funestos (nótese el adjetivo).

Moctezuma llama a sabios y hechiceros (versión precortesiana del Gabinete presidencial) para consultarles al respecto. Se angustia más al ver que no pueden darle respuesta y él mismo induce los temas cuando ordena “...decidles a esos encantadores que declaren alguna cosa, si vendrá enfermedad, pestilencia, hambre, langosta, terremotos de agua (...) si vendrán muertes súbitas...” El emperador azteca presagiaba lo peor, no lo mejor.

En la escuela nos han enseñado que los Españoles arrasaron con la cultura indígena, antes se aliaron con otros indígenas que odiaban a los aztecas, y además nos contagiaron virus fatales. La impronta que tenemos hacia lo extranjero implica derrocamiento de los dioses, destrucción de templos, dolor, saqueo, enfermedad, traición, muerte. Es entendible que exista un rechazo y cerrazón cuando se habla de permitir a Pemex (el templo) celebrar operaciones (aliarse) con extranjeros (aquí López Portillo vuelve a gritar: “¡ya nos saquearon, no nos volverán a saquear!”).

Este adolescente, México, necesita una terapia para curarse la sensibilidad extrema que tiene a lo extranjero como amenaza y no como recurso. Ver amenazas no es infundado. Un evento que parece confirmar los presagios funestos ha sido la reciente privatización bancaria donde la banca mexicana es mayoritariamente extranjera, una banca si bien sólida y ordenada, es también omisa en su tarea de dar crédito (ya sé que argumentan que la legislación no favorece), y en varios casos ha generado utilidades para salvar a sus matrices en otros países (más “oro para la Corona”). La sociedad mexicana no ha visto la ventaja de tener bancos extranjeros. Es natural que este argumento se use en contra de la reforma energética. Las leyes secundarias serán definitorias.

Por otro lado, lo extranjero significó avance, progreso, cultura, trabajo. Irónicamente, los mexicanos vemos a lo extranjero como peldaño social. Especulo que muchos de los políticos que hablan de “saqueo a la nación” brindarán en diciembre con vinos extranjeros, recibirán regalos diseñados y manufacturados en el extranjero. Sí, los romeritos estuvieron deliciosos, pero hubo bacalao noruego.

San Miguel de Allende es una maravilla de ciudad, tiene lo mejor de México con mezcla de otras culturas, un lugar que ha conciliado sus fobias, donde lo mexicano y lo extranjero se aprovechan como recurso, en una simbiosis cultural magnífica. Lo extranjero no es por definición malo ni bueno. ¿Quién hace más daño al país, el extranjero que invierte, crea trabajos y derrama en México, o el mexicano que no paga impuestos y es corrupto?


Bienvenidos los extranjeros que invierten en México y derraman para los mexicanos, los que elevan nuestras capacidades, los que nos hacen ser un mejor México.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Los de arriba y los de abajo


"Valderrama, (...) había venido contando las cruces diseminadas por caminos y veredas, en las encrespaduras de las rocas, en los vericuetos de los arroyos, en las márgenes del río. Cruces de madera negra recién barnizada, cruces forjadas con dos leños; cruces de piedras en montón, cruces pintadas con cal en las paredes derruidas, humildísimas cruces trazadas con carbón sobre el canto de las peñas. El rastro de sangre de los primeros revolucionarios de 1910, asesinados por el gobierno"

Este pasaje de destrucción pronto cumplirá cien años, metafóricamente podríamos hablar del México actual. Mariano Azuela pintó en “Los de abajo” (1916), la cruda realidad de un país mojado por la sangre, la falta de unidad, una enorme desigualdad de las clases sociales, un primitivismo cultural y educativo, un país queriendo salir de un atraso ancestral. El balance de este año deja ese rastro de cruces en el camino y las mismas cuentas por saldar.

Consumadas las aprobaciones de las principales reformas promovidas por el Presidente Peña Nieto, el reto es que los beneficios lleguen al bolsillo de la gente, que incidan en mejores condiciones de vida. Sin que esto suceda, la retórica gubernamental seguirá vendiendo esperanza. La verdadera distribución de la riqueza nacional pasa por un país en condiciones de crear más y mejores empleos, instituciones y empresas más fuertes, condiciones certeras para la inversión nacional y extranjera, cuyos beneficios derramen a la sociedad mexicana.

¿Qué pensaría Mariano Azuela de saber que el México que encara el año 2014 ocupa, en el mundo, los últimos lugares en aprovechamiento académico y el primer lugar en secuestros?
Seguimos viviendo un México de grandes contrastes, una nación de castas donde cohabitan los de abajo y los de arriba. Aunque esto existe en cualquier sociedad capitalista, no debería ser consuelo. Los de arriba planeando vacaciones en afamados destinos, los de abajo contando el dinero de un día de chamba, los de arriba trabajando en la continuidad hereditaria de su tribu, los de abajo administrando la escasez del único tiempo: hoy.

Un mexicano es capaz de decir “dígame mi señor”, otro mexicano apunta a la cabeza de un compatriota con su pistola, uno abre gentilmente la puerta del carro, el otro se lo roba, las dos cosas incomodan. El país hierve y en ese calor se degradan valores, ¿qué línea separa el bien del mal? Dice el revolucionario Valderrama en la novela de Azuela: “Juchipila, cuna de la revolución de 1910, tierra bendita, tierra regada con sangre de mártires, con sangre de soñadores... de los únicos buenos! ...” y completa la frase un ex-federal: “Porque no tuvieron tiempo de ser malos.”


Sin ser un estereotipo, los de arriba debatiendo cambios en su mundo, los de abajo, como en la novela revolucionaria, arrastrados por causas que no entienden, prestos a la protesta. Los de arriba con autos para viajar cómodamente, los de abajo esperando un camión que no llega o un vagón del metro colmado de olores. Unos viviendo entre guardias de seguridad, bardas altas, cámaras de vigilancia, tratando de mantener a raya a los otros, los de arriba en suplementos y revistas sociales, disfrutando un mundo ajeno (y provocador) al de los de abajo. ¿Cómo explicarte, Mariano, que la revolución no curó al país?

En un texto sobre la obra de Azuela, Luis Veres cita a Marta Portal: “En la Revolución el mexicano encontró al otro mexicano y conoció su descontento gemelo. Supo el hombre mexicano que no existía solo, y empezó a preguntarse para qué existía con el hermano.”

A más de 100 años de iniciada la revolución, las reformas del gobierno priista obligan a pensar que no servirán de nada si no cierran la brecha entre los de arriba y los de abajo. Tenemos un maravilloso país, también violento y desigual. Si las reformas aprobadas mejoran notablemente la educación y la economía, habrá que aplaudir al gobierno, si no, seguiremos sufriendo un México de arriba y otro de abajo. Seguiremos sin apaciguar el descontento gemelo.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Conductómetro

La noticia me pasó inadvertida, como esas lluvias tenues de madrugada.  “La Casa Blanca contratará un equipo de científicos para influir en la conducta de la gente”, decía la nota en varios medios. No eran cualquier tipo de científicos, eran científicos sociales “para estudiar la conducta humana y diseñar políticas públicas basadas en experimentos sociales...” De haberme enterado a tiempo, habría mandado el perfil de mi equipo.

La inspiración de La Casa Blanca fue el trabajo de un grupo de asesores del gobierno en Gran Bretaña, llamado Behavioral Insight Team, también conocido como “Nudge Unit” (algo así como “grupo de empuje”), que combinan teorías de economía con psicología (Behavioral Economics). Los científicos ingleses fueron capaces de incidir sutil y positivamente en varias conductas, desde reducir el robo de carros hasta hacer que la gente consuma menos energía y pague a tiempo sus impuestos.

La realidad es que las ciencias sociales son de mucha utilidad para normar la conducta, tristemente muy pocos líderes, públicos y privados, lo ven así.

Imaginemos que existe un aparato que logra que la gente quiera hacer cosas que hoy no hace, cosas simples o profundas que tendrían un impacto positivo dentro de un contexto social: no tirar basura, disminuir o acabar con el acoso escolar, eliminar la violencia contra las mujeres, la obesidad, comer mejor, pagar el predial, aumentar el índice de lectura, respetar señalamientos viales, disminuir el secuestro, etcétera. Imaginemos que este aparato se llama “Conductómetro”, uno escribe el deseo y aprieta el botón.

El Conductómeto existe, no en la versión caricaturizada que acabo de pintar, sí en una verdad fundamental: los sistemas moldean conductas. Si el sistema está torcido, la conducta estará torcida.

El control y la regulación de todo lo que tiene que ver con conducir alcoholizado en EEUU (DUI: driving under the influence) es toda una cultura (sistema) que en aquella nación moldea la conducta en un tema de salud y seguridad públicas, y en un territorio simbólico: la ley se respeta. Si alguna vez eres multado por DIU (ni siquiera es estar borracho, es tener más alcohol en la sangre, del límite legal) vas a pagar varias consecuencias, desde fuertes multas y la suspensión de tus privilegios para manejar (nótese que el derecho te lo da el Estado, si te portas mal te lo quita), hasta el incremento de tu prima de seguro (a más multas representas más riesgo para la sociedad y para la aseguradora), además de un sello social indeleble.

La contraparte mexicana en el mismo tema, alcohol y volante, difiere. Es otro sistema, otra la conducta. Para empezar, nosotros mismos saboteamos el sistema. El adolescente que detecta un retén de revisión de niveles de alcohol en los conductores, avisa por mensaje de texto a su red para prevenirlos, es decir, sabotea al sistema, lo corrompe, manipula la consecuencia. Si supiera que con su acción está poniendo en riesgo la vida de aquellos que estima, tal vez no lo haría.

Una multa por manejar alcoholizado en México no pasa de ser una anécdota y pagar una multa (o una mordida). “El día que fui al Torito” (luego vienen las risas de los escuchas). Nuestro sistema no conecta las responsabilidades y no aplica consecuencias (es decir, promueve la impunidad), tú compañía de seguros no se entera de tus multas y tu prima sigue igual, tu próximo patrón consultando tus antecedentes no te dirá “veo que en tal fecha lo detuvieron por manejar alcoholizado, vamos a seleccionar otro candidato”.

Necesitamos un sistema con memoria. Esperanza la ley de reelección para puestos de elección popular. Si bien imperfecta por los candados que los partidos políticos dejaron (un sistema se defiende contra otro sistema), es de esperar que la aplicación de consecuencias tenga un contagio positivo en otras áreas de la vida pública.


Necesitamos fortalecer el sistema conductual mexicano cambiando los incentivos actuales, en su mayoría perversos. La gran reforma que nos debemos es la del cambio de conducta.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Maqueta vs. realidad

La realidad es la diferencia que existe entre aquello que planeamos y el resultado que obtenemos, algo así como el contenido neto, luego de drenar el exceso de ficción, o ineficiencia, incluso. En ocasiones la realidad nos rebasa por “la libre”, las cosas terminan siendo distintas por factores que no se tomaron en cuenta.

Veamos el caso de una maqueta o de una visualización digital (“render”) donde un arquitecto muestra un futuro idealizado. Ahí está el edificio vanguardista en la zona recién urbanizada, gran diseño, el cielo es azul, una que otra nube blanquísima, un espacio inspirador para los cinco peatones que aparecen por ahí, caminando en banquetas limpias o entre la vereda dispuesta bajo un camino de olmos que flanquea la calle por donde circulan tres automóviles, todos en movimiento, ninguno estacionado. ¡Qué magnífico proyecto señor arquitecto, qué forma de idealizar el espacio donde ahora sólo hay cardos y matorrales!

El día de la inauguración del edificio todo es perfecto, el pasto recién colocado, en breve cortará el listón el Presidente Municipal, mejor aún, el mismo señor Gobernador, faltaba más, y también aparece por ahí el Director de Obras Públicas, Mochalberto Tajada. El arquitecto rebosa de felicidad, don Billetoza, empresario, luce radiante, llegan los medios, las celebridades posan para la posteridad, y luego, luego llega la realidad, esa señora inescapable.

A ocho meses de distancia el bello camellón sigue con los olmos, pero los caminos se han estrechado, hay autos estacionados por doquier, incluso sobre las banquetas, que por cierto ya no están limpias pero eso sí, cubiertas por comerciantes ambulantes, viene-vienes y franeleros, y decenas de empleados que abarrotan los puestos de comida en las calles laterales, formando una segunda fachada de lonas rojiblancas, símbolo inequívoco del manjar callejero y asequible. Sobre la reja del otrora magnífico edificio, cuelgan cinturones y escaparates móviles con los mil y un accesorios para celulares.

El arquitecto dice que él no tiene la culpa, no regula lo que sucede en la calle. Don Billetoza se queja de que el gobierno no pone orden. Mochalberto Tajada, él calla mientras cínicamente cruza miradas con la regidora Bayoneta, la misma que fue a pedirles “moche” a los ambulantes, con florido lenguaje revolucionario.
Más allá del triste panorama, mi reflexión apunta en la necesidad de tener una planeación urbana que abarque los intereses de todos los ciudadanos involucrados. Los empleados que laboran en el nuevo edificio no pueden pagar la tarifa del estacionamiento, ni pueden comer todos los días en los restaurantes de la zona. Sus opciones son estacionarse en la calle, comer en los puestos aledaños.

Todo sistema termina creando mecanismos de compensación donde se cubren las carencias de los involucrados. Cuando el gobierno y los particulares no pactan y no actúan para influir en todo un contexto, el resultado es lo que tenemos en tantas ciudades del país, zonas sin vocación definida, servicios deficientes, sin vida comunitaria en la calle, soluciones improvisadas. No extraña que el hombre quiera escapar de la ciudad, de este tipo de ciudad degradada, la misma que Rosseau calificó de “el abismo de la especie humana”. La salida, empero, no está en el campo, abandonar la ciudad, al contrario, la solución es hacer ciudades o reconvertir las actuales, bajo nuevos modelos de urbanismo que fomenten la resiliencia urbana y por ende el tejido social.

Un gobierno debe encargarse de crear ciudad, no sólo de intentar regularla. “Hacer ciudad” implica una visión estadista donde se prevén necesidades y soluciones, bajo nuevos esquemas participativos con la iniciativa privada y la academia.

Cuando un funcionario de gobierno corta el listón de una nueva obra, pública o privada, debería cuestionarse no qué tanto le ayuda a su carrera política sino qué tanto fomentará mejores niveles de calidad de vida. De politiquillo a estadista. La diferencia es abismal, como una maqueta y la vida real.


@eduardo_caccia