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domingo, 3 de abril de 2016

Circulo, luego existo

Somos esclavos de uno de los más notables inventos humanos. Sustituyó a las carretas, en México prácticamente extinguió al tren de pasajeros, eliminó las molestias de atender a los caballos, hizo los viajes más cómodos y rápidos, llegó para implantar su reino en las ciudades. La lógica del desarrollo urbano desde el siglo XX tiene nombre, también cilindros, frenos, volante y, últimamente, convertidor catalítico sin el cual su tiranía sería letal.

Implantar el No Circula de forma generalizada en la Ciudad de México y zonas conurbadas ha sido polémico. La lógica de la política es la más ilógica de las lógicas, sólo así se explica que los gobernantes apoyen una medida que ha demostrado no funcionar para los fines que se pretende. El hecho exhibe la (in)capacidad de los involucrados para tomar decisiones y sin duda tendrá un costo en sus carreras, para varios será otra forma de no-circula en sus aspiraciones políticas.

Nos duele quedarnos sin auto un día a la semana, más nos debería doler que el automóvil sea un elemento indispensable para la vida moderna y no tener transporte público eficiente. Vivir alrededor del motor se ha hecho imprescindible; desde su inserción en la sociedad generó la posibilidad de aumentar la distancia de desplazamiento y disminuir el tiempo de traslado. Se entiende el deseo natural de crecer las metrópolis horizontalmente. La lógica de las ciudades coloniales se centraba alrededor del peatón y del caballo, fue un modelo que promovió la concentración, la compactación urbana, base del esquema de lo que hoy se conoce como el nuevo urbanismo, un rescate de las formas de antes donde la vida transcurría a velocidad del caminante, no del motor.

En la medida que su uso se democratizó, tener automóvil se convirtió en una de las aspiraciones de la clase media. Quino, en Mafalda, ilustró bien este sueño. En sus tiras consta la aspiración y el drama de poseer un auto. El tener carro y/o querer tener uno modificó la conducta humana. Nuestras ciudades coloniales, como los centros históricos de Europa, son una pesadilla para quien lleva automóvil. Las casas de antaño no tenían garaje y si acaso había un auto por familia. Nuestra vida contemporánea tan dispersa territorialmente, más las malas decisiones del gobierno (como el Hoy No Circula) han llevado a tener más carros en casa.

En Sally (1953), Isaac Asimov escribe de una granja poblada por automóviles con motor positrónico donde su dueño les da pródigos cuidados como si fueran seres vivos; en reciprocidad las máquinas le son fieles. Luego de un incidente donde tiene que ver la ambición humana, los autos entran en contacto con otros vehículos que están fuera de la granja y se dan cuenta que los hombres han esclavizado a los carros. El protagonista visualiza una potencial y peligrosa sublevación de los motores. En este cuento Asimov retrata a un personaje que vive para cuidar sus carros. Si pudiera vernos, sabría que el esclavo ha terminado por ser el tirano que exige tenencia, verificaciones, mantenimiento, seguros, cuota de estacionamiento, gasolina y más.

Otro grande de la ciencia ficción, Ray Bradbury, describe en El Peatón (1951), la imposición dictatorial de un gobierno que castiga a un tipo que, en una urbe atestada de autos en el día, decide caminar por las calles durante la noche y no tener televisión (es escritor), lo encuentra sospechoso de no ser parte de las prácticas de la mayoría. El genio de Crónicas marcianas se reiría hoy de saber que el gobierno de la CDMX castiga al ciudadano del automóvil. En la medida dictatorial sí le atinó.

Ambos escritores predijeron un futuro (alrededor del 2050) donde masivamente hay autos sin chofer. Todo indica que esto sucederá antes. Lo que no predijeron fue el error de centrar la vida en torno al automóvil.

Hoy, deberíamos virar hacia políticas que favorezcan tener un transporte público moderno y eficiente. Después de todo, el automóvil requiere dos cosas para triunfar: velocidad y espacio, ambos elementos en peligro de extinción en nuestras urbes.

Catorce

El de 1974 fue el primer campeonato mundial de futbol que esperé con ansia. El épico de México 70 me tomó a una edad demasiado temprana aunque suficiente para recordar que el verde-amarillo era una combinación letal y se suministraba a ritmo de samba. Entonces ser el número diez era la mayor aspiración dentro de la cancha, hasta que en Alemania la tradición de los once números fijos cambió para siempre y se supo que había algo llamado Naranja Mecánica, una rotación de los jugadores de la selección holandesa donde las posiciones fijas sólo servían para dar la alineación. En ese mundial se alteraron las matemáticas del juego, el catorce se convirtió en el nuevo diez.

Ha muerto Johan Cruyff, quizá el hombre más influyente en la historia del balompié. Mientras otras leyendas, como Pelé y Maradona, se desvanecieron fuera del campo, el caso del holandés es singular, si fue grande en la cancha, fue más grande fuera de ésta.

Presagiando quizá la muerte del artífice del Barcelona triunfador de los últimos años, un artículo de David Winner fechado el 8 de marzo pasado da pistas para entender su trascendencia: "La Iglesia de Cruyff, difundiendo por siempre el evangelio del futbol", y lo ilustra con una fotocomposición usando como base la icónica pintura de otro genio holandés. En vez de aparecer los rostros originales de La lección de anatomía del Dr. Tulp, la cara de éste es Cruyff y los discípulos son Guardiola, Sacchi, Ancelotti, Xavi, Bergkamp, Stoichkov, Wenger; en medio un balón de gajos pentagonales con el que se ilustra la cátedra.

Hay un leve paralelismo entre Rembrandt y Cruyff. Ambos holandeses, hijos de familias modestas, desde niños se entregaron a su pasión y mostraron un talento especial. En sus años veintes, ya eran maestros con discípulos, uno en su taller, otro desde la cancha. Rembrandt y Vermeer forman parte de una generación de artistas holandeses que en el siglo XVII abrieron para el mundo una nueva perspectiva de la pintura, algo que nadie esperaba. La Naranja Mecánica hizo lo propio al revolucionar un juego que hasta entonces carecía de innovaciones destacadas, sobre todo en lo colectivo.

Cruyff es el equivalente a un filósofo del juego. Tuvo el tino de los iluminados. Su lema bien pudo ser "pienso, luego juego". En una actividad que privilegia el talento de las piernas, ser cerebral fue su mayor virtud. Aunque nunca fue campeón del mundo, esa nostalgia no demerita su carrera, lo suyo fue más sobre la belleza del juego que sobre los trofeos, fue un artista del balón y de la estrategia. Su pensamiento trasciende la grama: "Calidad sin resultados no sirve. Resultados sin calidad, aburre". En repetidas ocasiones consiguió las dos cosas.

Uno de los grandes entrenadores contemporáneos, Pep Guardiola, es hechura del holandés. Parte de aquel dream team que formó Cruyff en los noventas, Guardiola, por su entendimiento del juego, estaba llamado a ser el discípulo que eventualmente sustituiría al maestro, una relación de mutuo reconocimiento donde el culé ha confirmado su religión: "Cruyff construyó la catedral, nosotros sólo la hemos cuidado". El afamado Tiki-taka con el que eventualmente la selección española conquistaría la Copa del Mundo en Sudáfrica 2010 es en gran medida obra intelectual de Cruyff. Nadie como él entendió mejor la geometría del juego; de haber sido contemporáneo, Pitágoras hubiese sido hincha del Barça y admirador de Cruyff.

En otro de sus lances filosóficos, el estratega dijo algo digno de un estadista: "Escoge al mejor jugador para cada posición y terminarás no con un fuerte 11, sino con 11 números uno". Detrás de su visión de futbol total estaba un profundo entendimiento del juego como asociación, el interés en el equipo por encima del individuo.

El día de la final de Alemania 1974, la CFE tuvo el tino de cortar la luz en mi colonia. Muchos años después aprendí que la emoción es el pegamento de la memoria, quizá por ello no he perdonado a la CFE y quizá por ello Cruyff está en lo correcto cuando dijo: "en cierto modo soy probablemente inmortal".

Cruzar el muro

Mi vida transfronteriza revivió esta semana en forma de una enorme burbuja. Durante varios años crucé incontables veces de Tijuana a San Diego y de regreso, una etapa marcada por una franja que separa y une dos mundos, universo contenido en la palabra frontera, límite físico y simbólico en cuyo epicentro está "la línea".

El lenguaje de la frontera es muy espacial, uno cruza, va al otro lado, se imagina allende la frontera, está acá o allá; es un transitar nunca exento de tensión, la línea es ese espacio de catarsis donde un país trata de contener a otro, una puerta de escrutinio donde las más de las veces hay que hacer largas esperas para no siempre ser recibido con cortesía. En cierta ocasión mi amigo y colega norteamericano Gary Whitlock cruzó conmigo y, ante los rudos modales del oficial gringo, me dijo: "me disculpo por mi país".

Ahora que en Estados Unidos se han despertado sentimientos racistas y antiinmigrantes, especialmente contra musulmanes y mexicanos, vale recordar que la grandeza del vecino se debe a su multiculturalidad y que los antepasados de las actuales voces intolerantes llegaron, en gran medida, huyendo de donde los hostigaban por motivos raciales. La condición humana es de memoria flaca y ante el miedo y la amenaza que ve en lo otro, construye muros, de la misma forma que muchos de nosotros vivimos amurallados en fraccionamientos residenciales con accesos controlados.

En la frontera norte conocí a José Manuel Valenzuela. De él aprendí la concepción de frontera como ruptura. A partir de la pérdida de los territorios del norte se habla de mutilación territorial, la frontera se vuelve una herida abierta, una fractura que no sana. Ruptura y pérdida, argumenta Valenzuela, son elementos constituyentes del concepto de frontera y dan pie a múltiples estereotipos fronterizos. Por eso el muro al que alude Trump genera tanta efervescencia. Las prácticas divisionistas deben combatirse con información y sensibilizando a los actores sobre las consecuencias adversas (para ellos) de su voto, información que cambie la percepción (y por ende la realidad) de lo que muchos piensan sobre México (por cierto, ¿qué espera el gobierno mexicano para lanzar una campaña mediática en EU?).

Conocí también a Norma Iglesias, profesora del Departamento de Estudios Chicanos de la Universidad Estatal de San Diego, quien de muchas formas me abrió los ojos para entender la frontera. En 2008 coordinó un proyecto entre México, Estados Unidos y Francia, para conocer la forma en que niños norteamericanos y mexicanos, cada quien en su país, percibían la frontera y lo que había más allá de ella. Parte de los hallazgos puede verse en dos cortometrajes animados que los niños crearon, Wacha el Border y Beyond the Border, donde se retrata la percepción del otro en función de las creencias y los discursos sociales, que no siempre coinciden con la realidad, pero que para quienes la interpretan, es la realidad.

Hace unos días aterricé en Tijuana y 10 minutos después de bajar del avión estaba en territorio norteamericano, como si el aeropuerto estuviera del otro lado. Usé el nuevo puente de cruce transfronterizo CBX. Fue mágico. Caminé por la soledad de un largo pasillo iluminado, como un espacio de ciencia ficción donde oficiales norteamericanos me recibieron con inusitada amabilidad (hasta llegué a pensar que seguía en México, pero el retrato de Obama en la pared fue más que elocuente). Gary, te hubieras sentido muy orgulloso de tu país. Fue como si la frontera se borrara. La dinámica binacional Tijuana-San Diego genera grandes beneficios a los dos países, su narrativa debe inspirar el que deje de verse al otro como amenaza para verlo como recurso.

En Wacha el Border, unos niños mexicanos van de San Diego a Tijuana en una enorme burbuja que flota sobre la frontera, en la línea hay una placa que dice: "Aquí estaba el muro fronterizo México-E.U.A. El muro fue demolido el 19 de Diciembre del 2019".

Muchas veces he cruzado la frontera, nunca antes había cruzado un muro.