Cecilia Giménez deformó el rostro de Cristo y validó
lo que han sabido los físicos: en toda destrucción, algo se crea. La pintora
octogenaria, habitante de la municipalidad de Borja, España, intentó restaurar
la pintura mural Ecce Homo, de Elías García Martínez, obra más apreciada por su
relativa antigüedad (principios del siglo pasado) que por su valor artístico.
En su intervención, Cecilia transformó los delicados
trazos de un rostro coronado por espinas, en una cara amorfa, de barba difusa,
labios engrosados y nariz rectísima, como un número 11 en medio de los ojos. Ya
sin espinas, aquel humanoide de trazos infantiles, ahora más parecido a un primate,
provocó el escándalo de los visitantes del Santuario de la Misericordia. Pronto
salieron las comparaciones del “antes y después”, y la restauración fallida
corrió como pólvora ardiente en las redes sociales donde se hacía escarnio del
“Ecce Mono”. La pintora entró en profunda depresión.
Giménez argumentó que aún no terminaba, que estaba de
viaje y que la dejaran acabar. Sus trazos eran tan dispares al original que
mientras las autoridades deliberaban, sucedió una restauración dentro de la
restauración, la gente se volcó para pedir que así dejaran la pintura. Una
multitud empezó a acudir a Borja para ver lo que al principio fue la pifia de
una anciana, y poco a poco se convirtió en un hito. Como la doliente procesión
de hormigas en El Prodigioso Miligramo, de Arreola (ayer cumpliste 95 años,
maestro), se hicieron largas filas para entrar, los visitantes agotaron su
imaginación fotografiándose junto a la pintura mientras imitaban el gesto informe
del retrato.
Surgió otro altar en el templo. Borja aumentó su
turismo y Cecilia es ahora una celebridad. La “peor restauración de la
historia” se volvió un fenómeno mediático, la imagen se comercializa en decenas
de artículos, un vino local creo una etiqueta conmemorativa, varios países
demandan tener exposiciones con la obra de una mujer que en la recta final de
su vida se siente contenta. La desgracia se decoloró en fortuna.
En toda destrucción algo se crea, es imposible
destruir. Hace años, al calor de la carpa Ofelia, un joven olvidó lo que tenía
que decir en el escenario. A su nerviosismo, olfateado por un público
amenazante como hienas, siguió la destrucción del lenguaje, la fealdad del
decir; en medio de la mofa y el rechazo germinó la verborrea del genio, el caos
de la sintaxis tomó nueva forma y nombre: Cantinflas.
En Historia de la fealdad, Humberto Eco aborda la
supuesta oposición a la belleza, un viaje apasionante que nos lleva a
preguntarnos ¿qué es realmente lo feo? ¿existe?. El semiólogo cita con
precisión a Nietzsche cuando dice que el hombre “considera bello todo aquello
que le devuelve su imagen... Lo feo se entiende como señal y síntoma de
degeneración...” y “el hombre odia la decadencia de su tipo”. Aún así, afirma
Eco, existe una “autonomía de lo feo” que transforma una obra en algo más que
lo contrario a lo bello. En otras palabras, lo feo sigue siendo feo, pero puede
vivir en una obra artísticamente bella.
La moda, por ejemplo, es un convencionalismo social
donde decidimos aceptar una tendencia mayoritaria (o que nos “mayoritean”)
sobre qué es “in” y que es “out”, la moda es el gran bullying de opinión.
Dentro de esta subjetividad, tan propia al ser humano, se valora de pronto una
nueva corriente artística que muchas veces niega a la antecesora.
Imito los trazos de Cecilia Giménez. Mi artículo ahora
se desdibuja. Que dentro de la destrucción traída por los fenómenos
meteorológicos de esta semana, miles de mexicanos en desgracia encuentren el
cauce que va del consuelo a la creación. Que salga a luz la corrupción que
permitió desde obras mal hechas, cobradas como buenas, hasta asentamientos humanos
en lugares inconvenientes y usos de suelo torcidos, que se castigue a los
culpables, ellos son la verdadera destrucción, nuestra decadencia. Que los
actuales gobernantes no busquen ciegamente el enriquecimiento corrupto a costa
de una futura tragedia.
Esta reflexión es para ustedes sobrevivientes, y por
la memoria de quienes no verán lo que la lluvia germine.