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viernes, 10 de abril de 2015

Cronopermeabilidad

Eduardo Caccia

La mujer más cercana a mi vida tiene mil virtudes, sin embargo ha puesto a prueba mi capacidad de adaptación conyugal: es fashionably late por naturaleza, mientras que yo son puntual por las mismas razones (en mí significa ser hijo de un militar y una maestra normalista). Nada nos ha confrontado más que las manecillas de un reloj y su significado en nuestra vida.

En el matrimonio, los buenos consejos son como lluvia oportuna, caen del cielo y refrescan el alma. Conocí en una boda a un terapeuta conyugal, y con la confianza que da el hombro a hombro, expresé mi frustración por llegar tarde en pareja. Le expuse mis razones como si me hubiera contratado a mí mismo de abogado. Antes de terminar la ensalada, me miró como quien se apresta a fusilar y disparó a quemarropa: “Si tuvieras que escoger entre tener la razón o ser feliz, ¿qué escogerías?” Mis razones se desvanecieron, como el aderezo.

Desde entonces mi férrea dimensión del tiempo, en compromisos de pareja, se hizo de flan. No puedo decir que no me agobia llegar tarde, pero me reconforta saber que escojo ser feliz. Me preocupa que el control de daños me sale cada vez más natural: “perdón por la demora, estábamos escogiendo que zapatos ponernos”.

Sin embargo, una intriga me astillaba. ¿Cómo era posible que una mujer fuera capaz de dominar tantas cosas y tan bien, y sucumbiera al tiempo? Sin duda habría una voluntad inconsciente y cierta satisfacción secreta en no llegar a tiempo, como si ser el primero disminuyera tu reputación o tu estima.

Pronto armé una teoría y le puse un nombre inédito: “cronopermeablidad”: siempre hay suficiente tiempo para llegar tarde. Es la capacidad de alargar los minutos haciendo cosas de modo que no importa la hora del compromiso, siempre habrá actividades previas que llenarán el tiempo, y se llegará tarde.

Si la cena es a las 8, nada mejor que salir a ver lámparas a las 7. Si la comida es a las 2:30, las 2 de la tarde son un buen momento para surtir la despensa. Las matemáticas del tiempo no son las matemáticas del amor, de otra forma la ecuación no cuadra.

Por si fuera poco, la norma social no ayuda. Bajo el supuesto tan mexicano que te citan a las 9 para que llegues a las 10:30, llegar cuando el anfitrión está bajando el hielo del carro, es una afrenta. Encima tienes que disculparte y de paso ayudar a servir las botanas. Para evitar esta incomodidad, nada mejor que llegar al final.

Nuestra simulación con el reloj es una forma de sobrevivencia conyugal. El pacto implica aceptar que es imposible llegar a tiempo, es más, es de mal gusto.


No pierdo todas las batallas. Cuando el compromiso es de suma importancia para mí, confieso la treta: adelanto 60 minutos la hora de la cita. Pero esto cura la consecuencia, no la causa, lo sé.

En el fondo se trata de un exceso de optimismo; el impuntual es por naturaleza optimista, piensa que llegará a tiempo y que no pasará nada, mientras que el puntual es pesimista por necesidad, su visión de que va a llegar tarde, lo apura, lo previene.

En “El milagro secreto”, Borges escribe sobre un escritor prisionero, Jaromir Hladík, que implora a Dios un año más de vida, para poder terminar su obra, antes de ser fusilado. Justo cuando el pelotón apunta, el tiempo se detiene sólo para el condenado, goza el milagro pedido, tiene un año más para concluir Los enemigos, mientas todo a su alrededor está inmóvil. Al término del año, dos minutos en tiempo real, las balas lo fulminan. Quizá esta magia borgiana inspiro la cronopermeabilidad, y el tiempo, en efecto, es una falacia.

En ocasiones, previo a una salida social, espero ya listo en la planta baja de la casa y miro mi reloj para constatar la inminente demora. Quisiera ser como Hladík y que se nos concediera más tiempo para que mi esposa terminara su elección de atuendo y otros menesteres femeninos. Si por ejemplo, Dios nos diera un mes, seguramente acomodaríamos cajones o saldríamos a dar la vuelta, regresaríamos justo para llegar tarde al compromiso.

Ver el reloj avanzar, sin posibilidad de detenerlo, me convierte en mi propio psicólogo. Amar es un verbo sin divisiones, y en matrimonio se conjuga con paciencia.

He llegado a una certeza tranquilizadora, mi esposa me hace impuntualmente feliz.

domingo, 5 de abril de 2015

¿Quién sabría?

Hay preguntas que justifican una existencia. Tal es el caso de Sarah, apasionada fotógrafa de guerra y uno de los personajes centrales de El tiempo se detiene, de Donald Margulies, el dramaturgo estadounidense que refrenda su condición de ganador del Premio Pulitzer con otra obra de gran profundidad psicológica y humana, donde la fotoperiodista, una mujer cuya vida transita entre el sufrimiento humano y campos minados, es objetada por Mandy, quien al ver una de las imágenes en la que una consecuencia fatal es inminente, critica que Sarah no haya intervenido más que para tomar la foto, argumentando que tal vez pudo hacer algo para cambiar el desenlace.

Sarah, no exenta de culpa moral, responde que su misión es dar testimonio de la vida, no cambiarla. Mandy lanza una ofensiva donde el papel del fotógrafo de guerra es sometido a un escrutinio ético (se ataca al mensajero en vez del mensaje), donde inquiere a la fotógrafa cuál es al fin la utilidad de una imagen que refleja un lado oscuro de la condición humana, su capacidad destructiva, su naturaleza violenta. Sarah responde con una pregunta (la frase que más me impresionó de la historia): "¿Quién sabría?", en alusión a la potencial ignorancia del hecho que pudo no haber existido para millones pero ahora será conocido (génesis de la rendición de cuentas).

El fotógrafo de guerra se asemeja al buen periodista, en el fondo ambos viven la esperanza de un exterminio, anhelan que aquello que cuentan, no siempre hechos agradables para los lectores, deje de existir por haber salido a la luz ante una sociedad libre cuya combustión, nacida de la chispa incómoda de la noticia, sea capaz de influir para cambiar el comportamiento público de aquellos que ostentan el poder.

Contar noticias que incomodan al poder es privilegio de los medios libres, más todavía, es un deber periodístico ser el contrapeso del ejercicio público del poder, si no ¿quién sabría? En ocasiones he escuchado críticas a periodistas que "nada más cuentan cosas adversas", a periódicos, como los de este grupo editorial donde tengo el privilegio de escribir, donde "los encabezados son muy negativos", y me pregunto, ¿no acaso, como el fotógrafo de guerra, el periodista ha de dar testimonio de aquello que quisiéramos que no fuera realidad?, ¿no acaso un paso adelante para que deje de existir es el simple pero enorme hecho de que se sepa? Otro dramaturgo, Arthur Miller, dijo: "un buen periódico es una nación hablándose a sí misma", de ahí que el diálogo debe ser autocrítico, capaz de tocar los puntos que quisiéramos que no estuvieran pero ahí están, como cuando nos levantamos y al vernos en el espejo comprobamos que no todo lo que vemos nos agrada, pero ahí está, nosotros lo sabemos, y gracias a tener conciencia de ello podemos hacer algo para modificarlo o para aceptar lo que está más allá de nuestras posibilidades. Pero si no hubiera espejo, ¿quién sabría?

En la que tal vez sea su mejor creación, El pintor de batallas, Pérez Reverte cuenta la historia de Faulques, un ex fotógrafo de guerra convertido en pintor, que pretende expiar sus culpas a través de un gran mural, obra casi autobiográfica y eje de un diálogo de gran trasfondo filosófico con uno de sus retratados, el ex soldado croata Ivo Markovic quien, como en el drama de Margulies, cuestiona al fotoperiodista por qué nada más captar el sufrimiento de los otros. Dice Ivo: "¿Sabe lo que creo después de mucho mirar sus fotos?... Que en la guerra, en vez de que la cámara sorprenda a gente normal haciendo cosas anormales, lo que hace es lo contrario. ¿No le parece?... Fotografiar a gente anormal haciendo cosas normales". A lo que Faulques responde: "En realidad es algo más complejo. O más simple. Gente normal haciendo cosas normales".

Las buenas notas periodísticas como las fotos de guerra quizá retratan eso, gente normal haciendo cosas normales, pero la incomodidad de saber ese hecho, profundamente perturbador, potencialmente despierta en el lector esa chispa de cambio, de otra forma, ¿quién sabría?