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jueves, 6 de octubre de 2016

Vivir en la sospecha

Vibrante como las grandes metrópolis del mundo, la ciudad de Nueva York es un monumental laboratorio de observación para la conducta humana. Una ciudad donde la diversidad ha sido uno de sus motores para el progreso, donde la mezcla de razas y visiones ha producido individuos con gran resiliencia y tolerancia a lo otro que, generalmente, ha sido visto como recurso y no como amenaza. Pocas ciudades en el mundo han construido una identidad tan fuerte como Nueva York. La campaña icónica de "Yo amo NY" no sólo produjo un elevado sentido de pertenencia entre los neoyorkinos, también generó una moda para llamar a las ciudades a través de siglas (desafortunadamente esa tendencia nos alcanzó, el hermoso e histórico nombre de Ciudad de México ahora es acortado con el frío CDMX).

El sentido de pertenencia se forja cuando los intereses de una comunidad se practican cotidianamente y tienen relevancia en la vida de las personas. Hoy a los neoyorkinos no sólo los une el ser de Nueva York, también los une el miedo. Los efectos postraumáticos de los ataques terroristas del 9/11 modificaron la forma de ver el mundo de millones de personas. Ese miedo acaso tenga su epicentro en Nueva York.

Desde su cicatriz, Manhattan resurge. En las inmediaciones del abatido World Trade Center hubo una estación de transporte urbano que también fue destruida por los ataques terroristas. En ese sitio hoy se levanta una construcción monumental llamada Oculus, diseñada por el arquitecto español Santiago Calatrava. El interior, asombrosamente blanco, tiene una estructura que semeja el esqueleto de una ballena. Desde el exterior, la enorme cola del cetáceo se sumerge en el subsuelo. El juego de luces, las formas y las miles de personas hacen un verdadero festín para los fotógrafos. Reconforta saber que donde hubo tanta destrucción ahora exista tanta belleza.

La paranoia neoyorkina se contagia. Uno no puede ver un bulto abandonado sin pensar en la siguiente explosión. El sistema de transporte urbano de la ciudad lanzó desde hace varios años una campaña de vigilancia colectiva que hasta hoy persiste: "Si ves algo, di algo" con la que se invita a los neoyorkinos a reportar "actividad sospechosa", de modo que los enemigos públicos número uno ahora son: paquetes sin dueño o abandonados, personas en actitud rara o vestidas inapropiadamente (así de subjetivo), cables expuestos, personas que atenten contra las cámaras de vigilancia o estén en zonas restringidas. Si bien esto ha creado ciudadanos más conscientes, también los ha hecho paranoicos.

La versión actual de la campaña muestra rostros reales de ciudadanos que ya reportaron algo. Sin embargo cuando uno conoce los testimonios se encuentra que en la gran mayoría se trataba de falsas alarmas, pero donde el temor o incluso terror fueron reales. Es inevitable pensar en Orson Welles y su icónica dramatización de La guerra de los mundos, desde una estación de radio, cuando en 1938 provocó un terror colectivo entre miles de habitantes que sufrieron un shock al creer que los marcianos estaban atacando terrícolas con gas letal y pistolas desintegradoras en Grover's Mill, New Jersey.

Muchas ciudades en México sufren una creciente ola delictiva. No hemos experimentado actos terroristas pero vivimos con miedo. Una campaña al estilo "si ves algo, di algo" podría funcionar para elevar las denuncias anónimas que permitan una lucha efectiva contra el crimen. Total, paranoicos ya estamos. Entre nosotros ha vivido aquello de "piensa mal y acertarás", que otrora lo atribuíamos a sospechas más sanas. Cuando veías a tu vecino tirar un bulto a media noche pensabas en que estaba deshaciéndose de su basura, hoy te imaginas un posible cadáver.

Lo que no tenemos en México y sí lo tienen los neoyorkinos es un ingrediente fundamental para un sistema de vigilancia colectiva: confianza en la policía. Se ve remoto que un "si ves algo, di algo" pueda funcionar si al llamar uno le está avisando a los malos.

Dentro del Oculus se le ocurrió a mi esposa que alguien nos tomara una foto. Para no salir retratado con una bolsa en la mano, la dejé a unos 3 metros de distancia. Y súbitamente sentí el peso del bulto abandonado. En aquel enorme hormiguero humano fui potencialmente terrorista.

Quemar el futuro

Felices 60's, querido Villoro.

 

Los seres humanos somos contradictorios. Por generaciones hemos abandonado el campo en aras del progreso que idealizamos en las urbes de acero y concreto donde la habilidad de recoger aguacates se ha transformado en seleccionar especímenes maduros en el departamento de frutas y verduras. Vivimos horas en oficinas rodeados de tecnología y para compensar tanta dosis de civilización nuestro protector de pantalla es una secuencia de imágenes de la naturaleza. Anhelamos autos con comodidades que no tuvieron los emperadores de otras épocas y celebramos los lugares donde la bicicleta manda. En la escala de la felicidad paradójica, manubrio mata volante.

Hace pocos años conocí la isla de Holbox, Quintana Roo. Aquellos días entre iguanas que (como los pinzones de Darwin) no le temen al hombre, entre paisajes espectaculares y fósiles vivientes como el cangrejo herradura (un acorazado con forma de nave intergaláctica), nidos de águila crestada en los postes de luz, calles de arena clara sin más tráfico que el de las hormigas, encontré una civilización avanzada donde se ha dado una generosa mezcla entre habitantes mayas y ciudadanos europeos que han encontrado en la isla un paraíso en la tierra.

Este edén está amenazado por la voracidad del hombre. A las historias que hay contra el gobernador Borge y su familia, en las que se cuenta que se han apropiado de terrenos en zonas privilegiadas del estado, se suma el incendio (intencional según la Profepa) de 87 hectáreas en una reserva natural (supuestamente protegida), que según grupos ambientalistas y ejidatarios locales apuntan a los intereses de particulares para cambiar el uso de suelo y edificar un complejo turístico.

Holbox ha representado una isla del tesoro desde los primeros piratas que en otros siglos merodearon sus playas, también para una voraz faceta de la industria turística que, como en un juego de mesa donde se exalta el monopolio, discute la rentabilidad de comprar tierras vírgenes desde Londres, Nueva York o Ciudad de México. No es nueva la sucia maniobra de quemar la tierra para inducir el desarrollo de un supuesto futuro y bienestar local, junto con la corrupción de autoridades que ceden a los cañonazos millonarios. Celebro que la Profepa haya solicitado que la zona siniestrada quede bajo vigilancia especial durante los próximos 20 años para que se pueda regenerar la flora y la fauna.

En Arrecife, novela de Juan Villoro, el complejo turístico La Pirámide fue erigido en tierras arrebatadas a pescadores, habitantes de Kukulcán, cuya "reserva biológica se transformó en campos de golf... los monolitos de cristal y acero dominaron la costa", ahí, el empleado de un consorcio inglés, gerente del hotel que vende adrenalina a turistas sadomasoquistas, apunta cínicamente lo que hoy podemos decir sobre el ecocidio en Holbox: "La naturaleza le gusta a todo mundo y los cachorritos de todas las especies agitan el corazón, pero si no estropeas algo no comes".

No se trata de negar el progreso y menos el desarrollo, el punto es entender que uno de los valores turísticos y sociales de Holbox es su condición de aislamiento. Esta característica de su ADN debe ser preservada, es el verdadero tesoro pues, mientras otros desarrollos ceden al crecimiento desmedido que vuelve difusa (o destruye) su identidad (véase Cancún y Playa del Carmen), aquellos sitios que conservan su tradición y pueden innovar sin traicionar su identidad, elevan su valor; ahí está el caso del centro histórico de Puerto Vallarta y de los maravillosos pueblos mágicos que tenemos, sitios que han ganado la batalla al neón, al asfalto y al todo incluido. Holbox tiene una medalla más: no hay automóviles, no hay semáforos, no hay gasolineras, ¿qué tal eso como símbolos del verdadero progreso?

En Holbox es posible cenar comida italiana atendidos por una europea y mexicanos, tomar un café expreso sobre la arena, probar una pizza de langosta con un toque de chile habanero, nadar junto al tiburón ballena, ver caer el sol y alimentar a las iguanas, sentir la superioridad de la piedra caliza sobre el mármol y la cálida fuerza de la madera sobre el acero.

Algún día el futuro será como en Holbox. Y no habrá relojes. Bastará con ver las estrellas.