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lunes, 3 de abril de 2017

Centinelas

Me entero que hay un grupo de adolescentes de nivel socioeconómico y cultural alto, que por el sur de la Ciudad de México, provocan y golpean a otros chicos en sitios públicos, por el gusto de agredir. Se autonombran Los Centinelas y, según las noticias, son estudiantes de prestigiadas instituciones. Algunos ya fueron expulsados. Cuando uno conoce las bajezas de la condición humana el mundo se vuelve un paraje sombrío. Pero hay otra clase de centinelas.

Según Pepe Toño (con quien me une una hermandad a prueba de ausencias) por mi culpa tres veces ha perdido su cartera y por su buena estrella tres veces alguien se la regresa milagrosamente. Me las recordó una por una. Efectivamente, en las tres ocasiones yo estuve con él. No hay explicación convincente para sus frecuentes despistes, existe una para su buen sino.

El domingo pasado acudió con Renata, su hija, a un concierto de música clásica a la Sala Nezahualcóyotl. Llegaron en el filo de la navaja para entrar a tiempo, además había que sortear las subidas y bajadas de la bella pero escarpada Ciudad Universitaria. Otros más llevaban idéntica premura, entre ellos un señor de edad avanzada al que Pepe Toño vio caer en la escalera. El hombre fue auxiliado por unos jóvenes que lo acercaron al vestíbulo de la sala (ellos no iban al concierto). Pepe Toño se percata que el señor sangra bastante, se aproxima y pide que lo dejen con él. Mi amigo quiere llevar al baño al herido para enjuagarle el rostro pero el hombre, visiblemente angustiado, le dice que no, que mejor le ayude a entrar a la sala para reunirse con su esposa, "una mujer pelirroja" (que se había adelantado para conseguir lugares). Convencido de que es mejor no aparecer así con su esposa, el señor se sienta en la parte alta del graderío e intenta detener la hemorragia con su pañuelo.

Pepe Toño escucha los 9 minutos del primer solista mientras sus ojos buscan a la pelirroja. Surge el aplauso y se percata que una señora se levanta en plan de avistamiento. Decide ir hacia ella pero tiene que molestar al hombre de al lado, a quien, para aminorar un poco el bochorno que da romper la solemnidad, le explica brevemente que es una emergencia por un accidente de un hombre mayor. Antes de que inicie Rapsodia para violín no. 2, de Bartók, un brazo alcanza a la dama de pelo rojizo. Pepe Toño le dice que el marido está arriba, que está bien pero que se "tropezó". Acompaña a la mujer hasta donde está el esposo, salen de la sala, la sangre es escandalosa en el rostro y la ropa, ella pide que vayan al médico, él, erguido como campeón de batallas, le dice que no, que hay que regresar al concierto. Pepe Toño media y convence: irán al baño para mitigar las lesiones.

"¿Eres médico?", no, respondió mi amigo, mientras le hacía curaciones básicas y le lavaba el pañuelo teñido de rojo. "¿Por qué haces esto por mí?", porque todos eventualmente necesitamos de todos, a todos nos puede pasar. "Estas cosas nos pasan más con la edad", lo hago con mucho cariño, decía mi amigo mientras su hija estaría escuchando Fantasía sobre Carmen de Bizet, de Sarasate. Una vez que vio de mejor semblante al señor y después del intermedio, regresaron todos a la sala. El hombre del asiento contiguo al de Pepe Toño inquirió: "¿Cómo va todo? Yo también soy médico" y le dio su tarjeta pensando que interactuaba con un colega. "Me gustó lo que hiciste, muchos ya no lo hacemos por los demás. Avísame si necesitan otra valoración", remató el galeno.

Al salir, mi amigo fue asimilando con quién estuvo. Como reparto estelar en una obra teatral escrita por el destino, Vecino de asiento: Dr. Erick Alexánderson, presidente de la Sociedad Mexicana de Cardiología. Señora pelirroja: Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Victoria Adato Green. Señor lastimado: Ulises Schmill Ordóñez, ex presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, próximo a festejar sus 80 años. Pepe Toño: José Antonio Díaz, generador de armonías.

La gente buena resiste la indiferencia del mundo, acumula buen karma, es centinela de otros y otros son guardianes de ellos, una correspondencia de justicia. "Yo creo que por estas cosas el mundo me regresa mis carteras", dice mi cuate. No lo sé, pero de algo estoy seguro: habrá una cuarta vez.


El Inframundo

Desde hace varios años frecuento la Riviera Maya, particularmente la zona de Playa del Carmen y sus alrededores. Mis espaciadas visitas me han permitido asombrarme del pujante crecimiento del entorno, ver su rostro cambiante, metamorfosis sin tregua, una inquietud que parece no tener freno mientras aparecen más hoteles, más comercios, más gasolineras, más taxis, más restaurantes, más servicios de esto y aquello, más parques temáticos, más turismo, más vuelos, más y más de tanto, y supongo que también más empleos.

En esta zona paradisiaca de México que tanto valoran los extranjeros, no todo me resulta agradable. La carretera de Cancún a Playa del Carmen, antes plana como la península yucateca, tiene ahora pasos a desnivel donde el concreto llena de gris una vista que antes era verde y, lo peor, han puesto, en número exagerado y a una distancia absurdamente cerca una de otra, unas lámparas curvas y puntiagudas como el esqueleto de una ballena, que son como espinas agrediendo al horizonte. La emblemática y otrora tradicional mexicana calle de la Quinta Avenida ha cambiado tanto que apenas es reconocible. Los anuncios luminosos de las marcas del mundo llegaron para quedarse a punta de dólares.

Frente a uno de los comercios de telas y bordados, atendido por mujeres indígenas con indumentaria propia de su región, brilla el rosa de la marca que viste a las mujeres de ángeles mientras desfilan en ropa interior en una pantalla de plasma al fondo de la tienda. Los centros comerciales han transformado las esquinas y hasta manzanas enteras. Las escaleras eléctricas y los elevadores, los aparadores luminosísimos y los precios en dólares, contrastan con el mundo detrás del telón de Playa del Carmen, una ciudad con dos y hasta tres rostros. Una forma de vivir se extingue mientas otra surge.

Ignoro si José Saramago viajó por la Riviera Maya, lo que parece un hecho es que el portugués vio lo que ahí sucede, quizá por eso escribió La caverna, donde advierte dos mundos en colisión, el urbano y el rural, un choque que provoca extinciones cotidianas, la pequeña alfarería que deja de ser atractiva ante el gran centro comercial que todo lo devora, un espacio, a decir del Nobel, donde hay ausencia de comunicación pues el dependiente de una tienda no necesita intercambiar ninguna frase con el comprador, a diferencia de los pequeños comercios locales. En su libro, Saramago se refiere a los escaparates y los centros comerciales como

cavernas de la época.

A unos cuantos kilómetros de esa vorágine conocí otra oscuridad, una forma de Xibalbá, el inframundo de los mayas, también referido como un espacio de fertilidad. Hice un recorrido de tres horas por una caverna semi inundada, un sistema de cuevas donde las estalactitas precipitan a golpe de agua y siglos esculturas caprichosas y espectaculares, y las estalagmitas reciben con paciencia de abuelos el agua que vuelve a caer en el mismo sitio millones de veces hasta levantarse para tocar la estalactita y erguir columnas resistentes al viento y al vuelo de los murciélagos, mientras incontables cavidades con agua azulísima y cristalina dejan ver uno que otro pez gato y otras criaturas inofensivas que, bajo el amparo de la oscuridad total, crean luz y vida en un ecosistema que vive por y para la selva superficial, donde raíces de ceibas y chacás horadan la piedra hasta llegar al agua, un mundo sublime y delicado que bajo el sello de Río Secreto se ha propuesto la conservación de esta maravilla natural ante el inminente y voraz embate del crecimiento urbano.

Tuve la fortuna de tener como guías a Ricardo Careaga, un biólogo que ama su trabajo, y a Juanito Mokul Cahum, un maya de la zona que opera la cámara fotográfica con destreza. Ellos me contaron de una vasija (¿señal del alfarero Cipriano Algor?) encontrada en aquellas cavidades, que sigue ahí, en el mismo lugar, como respeto por los antiguos moradores. Me hablaron también de tres jaguares que habitan entre la vegetación que no está considerada como selva alta y por lo tanto sujeta a la ambición inmobiliaria. El avance urbano desmedido es contradictorio, nos da mientras nos despoja. Me hubiera gustado brindar con Saramago.

Hay oscuridades que iluminan. Cuando salí de la caverna regresé al mundo de los muertos.