El intento de entender la conducta humana continua siendo uno de los
viajes más fascinantes para el hombre, un aprendizaje continuo donde se cruzan
teorías, anécdotas, planteamientos científicos, otros no tanto, cada parte
añadiendo una pieza más al rompecabezas de nuestra intrincada naturaleza.
Tratar de entender por qué hacemos lo que hacemos ha sido abordado por
diferentes disciplinas, sin que una sea dueña de la verdad. Es en los cruces de
camino, en el enfoque multidisciplinario, donde brotan chispas de conocimiento,
betas que invitan a seguir la pista de retadoras hipótesis y en ocasiones,
nuevos descubrimientos.
Con esta sensación me he quedado luego de recorrer las fascinantes
páginas del libro “Los Ovarios de Madame Bovary”, de David y Nanelle Barash,
donde combinan crítica literaria con la teoría darwiniana. Al fusionar dos
mundos, aparentemente inconexos, los autores pasan de las letras a la ciencia
para mostrar que detrás de obras universales subyace un comportamiento
profundamente anclado en el instinto biológico del ser humano. De los celos de
Otello a la promiscuidad de Madame Bovary, de la ambición de Lady Macbeth al
amor apasionado de Romeo y Julieta, en el fondo de estas historias e
inolvidables personajes hay verdades fundamentales inherentes a un patrón
biológico que compartimos sin distinción de raza, religión o nacionalidad.
Detrás de un hombre, los Barash pintan a un organismo generador de
microscópicas células reproductivas, capaz de producir tantas que llegan a ser
“baratas”, por abundantes y disponibles, mientras que detrás de una mujer, hay
un organismo productor de huevos, notoriamente más grandes que la semilla
masculina, también más escasos y por lo tanto “caros”. En este sentido, el
hombre invierte menos recursos reproductivos al seleccionar compañera (es capaz
de fertilizar a muchas mujeres en corto tiempo), mientras que la mujer, al
comprometer sus recursos escasos (sólo puede embarazarse cada ciertos meses),
se juega más en la relación; luego, biológicamente hablando, es más delicada la
decisión de ella al seleccionar compañero.
Bajo esta óptica, las novelas de Jane Austen, publicadas hace 200 años,
tienen abrumadora vigencia; no sólo están bien escritas, sino que abarcan uno
de los temas biológicos centrales en el ser humano, particularmente en la
mujer: la importancia de seleccionar bien a la pareja.
Sin que la novelista británica lo haya explicado así, sus personajes se
desenvuelven en contextos sociales llenos de tensión por saber quién terminará
casado con quién, si la protagonista será capaz de reconocer al hombre que le
conviene más allá de las presiones familiares. Las mujeres de Austen buscan en
un hombre los mismos beneficios que en el mundo animal las hembras buscan en
los machos: buenos genes, buena conducta y buenas cosas (traducido al humano:
apariencia, personalidad y capacidad de generar bienes –dentro de estos,
dinero-).
Desde que Flaubert escribió la novela que eternizó a Emma Bovary,
también retrató la inclinación de la mujer por mejorar su condición, lo que en
palabras de los Barash es la capacidad femenina de negociar: “puedes tener lo
que yo tengo, si eres capaz de darme activos a cambio”. ¿Qué activos?: buenos
genes (“quiero hijos bonitos, saludables”), buena conducta (“quiero un buen
padre y esposo, nos cuidarás, no nos abandonarás”) y buenas cosas (“no nos
faltará nada”).
La biología juega un papel decisivo para explicar por qué hacemos lo
que hacemos, es un instinto moldeado por el contexto social (los códigos
culturales) y por la decisión individual donde el aspecto moral establece un
marco limitativo a nuestros impulsos.
Un hombre que busca pareja no dice a la mujer de sus sueños “tus genes
y mis genes tienen buenas posibilidades de sobrevivir en el futuro”, pero en
esencia, ése es el diálogo biológico. Del Quijote a Hamlet, conectamos con
historias que reflejan nuestra naturaleza profunda. Esta realidad excede a la
literatura, es materia de todos los días. Nuestra materia.