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domingo, 29 de mayo de 2016

Imposición del sacrifico

En todas las sociedades hay una serie de acuerdos, explícitos o implícitos, que constituyen el entramado por donde transcurren las cosas. Todo a nuestro alrededor (en buena medida hasta las cuestiones ambientales) está influenciado por un sistema, instrucciones que determinan cómo nos relacionamos. Estos principios son maleables, se heredan de generación en generación, son los "usos y costumbres" y sirven como mecanismo de negociación social, son la forma de conseguir las cosas en determinada cultura. A este instructivo invisible le llamo código cultural.

Así como un cáncer es una respuesta donde el organismo se ataca a sí mismo, veo que una sociedad con cáncer tiene un sistema enfermo, acuerdos sociales, prácticas cotidianas que dañan a la mayoría. Los altos índices de impunidad, corrupción y delincuencia que tiene México son un ejemplo de ello. La buena noticia es que los sistemas se reprograman.

Alfonso Reyes dejó, entre su prolífica obra, un minúsculo volumen que debería servirnos para reconfigurar el mapa y el territorio de la sociedad mexicana, en Cartilla Moral, el regiomontano escribió: "Podemos figurarnos la moral como una Constitución no escrita...", sin duda refiriéndose al código cultural "...cuyos preceptos son de validez universal para todos los pueblos y para todos los hombres. Tales preceptos tienen por objeto asegurar el cumplimiento del bien, encaminando a este fin nuestra conducta".

La primera de sus lecciones es de una simplicidad lapidaria: "El hombre debe educarse para el bien", un concepto donde no estoy seguro que pasemos la prueba hoy en día, ¿entiende el mexicano promedio qué es el bien?, ¿está la educación en México orientada a formar personas de bien? Reyes define al bien como "un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida". No hemos avanzado una página en la Cartilla Moral y ya se vislumbra qué le duele a México.

En la (auto) imposición del sacrificio tenemos un territorio de renovación. Ceder el asiento a una dama (me doy cuenta que la expresión suena arcaica, señal de que la práctica está extinguida) implica sacrificar mis intereses por los de otra persona, no estacionarme en lugar prohibido implica sacrificar mis intereses en aras de la vialidad de la zona, firmar la Ley 3 de 3 es sacrificar mis intereses personales por la sociedad, entrar a la economía formal y pagar impuestos es sacrificar mis intereses por los del país. El mexicano promedio no sólo tiene una baja intención de hacer estos sacrificios, se ha vuelto un ser que desaforadamente busca el beneficio personal, vive en un sistema que premia al ególatra. Ante esta degradada cantera se explica la naturaleza de nuestra clase política, una triste representación de nuestro código cultural.

Si queremos un mejor país, la búsqueda de ese bien cotidiano es una tarea de todos, pero la medicina no es agradable, implica la renuncia a beneficios, la imposición del sacrificio. La conciencia de este tema pasa por una educación moral del mexicano, un ser que hoy está contaminado de prácticas que no buscan el bien común, en otras palabras, el mexicano promedio debe aprender a ser bueno, es terrible decirlo, es peor no reconocerlo. Con agudeza Reyes recuerda que Aristóteles aconsejaba la "ejercitación en la virtud para hacer virtuosos".

Las espirales virtuosas o las degenerativas son como un péndulo, adquieren una inercia que las alimenta en la dirección que van. Ver hacer el bien contagia el bien, del mismo modo el mal (acaso esta sea una de las causas por las cuales cada día nos sorprenden nuevas y sofisticadas formas de delincuencia). Hasta donde mi limitado entendimiento me permite saber, los pensamientos se convierten en acciones, luego entonces para cambiar éstas hay que cambiar aquellos, de aquí la importancia de una educación ética fundamentada en obras como la Cartilla Moral.

Reyes previno la debacle: "Cuando pierden de vista la moral, civilización y cultura degeneran y se destruyen a sí mismas". La regeneración de la sociedad mexicana implica recuperar la capacidad de sancionar moralmente las transgresiones (especialmente las cotidianas que suceden en la calle).

La llave azul

No estoy seguro, supongo que es de esas corazonadas banales, pero a todos nos llega en algún momento de nuestra vida una revelación trascendente, conclusión que a modo de estalactita se va formando en la cavernosa profundidad de la conciencia. Un libro hoy puede tener una frase que recordarás en el futuro, una especie de instrucción cifrada para ser descubierta con el tiempo. Una experiencia del presente, de la cual tal vez reniegues y te preguntes ¿por qué a mí?, no tiene respuesta hoy, pero mañana seguramente la tendrá. Vivimos muchas cosas intrascendentes hasta que cierto día adquieren un significado profundo.

La reflexión viene a cuento porque cada vez que tengo la fortuna de hablar frente a jóvenes estudiantes les prevengo sobre el sinuoso y cifrado camino de la vida, especialmente en los inicios de la etapa profesional. Generalmente, al salir de la carrera, chocan las expectativas de la vida idealizada con la realidad (más si la carrera se llama "Dirección de Empresas", pero para estos fines, atañe a cualquier vocación).

Acumulamos momentos, recuerdos, experiencias de aquí y allá, todo va, como si fueran objetos, a la mochila de la vida. Eventualmente sucede algo que no quisimos vivir, una llave azul, esa pieza rara que en vez del relieve dentado es como un prisma triangular, una llave que no abre ninguna puerta conocida pero que a fin de cuentas se vuelve parte de la carga inútil del camino.

Yo recogí una llave azul. Antes de graduarme trabajé en un banco, mi puesto equivalía al primer eslabón evolutivo en la cadena financiera: informador de crédito. Subido de ínfulas por tener un empleo con prestaciones superiores al promedio, ansiaba saber cuál sería mi oficina, a quién le pediría mis llamadas o un café (aunque en ese entonces no tomaba café). Para mi infortunio las labores asociadas a mi primitiva posición no contemplaban oficina alguna, vamos ni siquiera un escritorio o un rincón digno, mucho menos una asistente. Mi trabajo consistía en estar en la calle visitando las referencias crediticias de los clientes (e ingeniármelas para conseguir referencias adicionales) para luego escribir un informe con el cual el analista de crédito emitiría su recomendación.

Era infeliz. Y como las tragedias pueden empeorar, la tragedia subió de tono: los informes tenían que ser escritos a máquina, herramienta secretarial a la que yo le atribuía una profunda condición indigna (hoy me arrepiento) a mi investidura de egresado. No uno, sino tres informes diarios había que redactar cada tarde desde algún escritorio comunal del departamento de crédito. Era muy infeliz con mi inútil llave azul a cuestas. Por si fuera poco, tenía que visitar lugares inéditos y no siempre agradables. En el rastro de la ciudad, el hombre que buscaba salió a mi encuentro entre las reses que colgaban en canal. Sobrado de grasa, chimuelo, tras un delantal con sangre fresca y otros efluvios, me dijo "¡hola, güerito!" y me abrazó con fuerza mientras sus compañeros reían. Era un rito de paso para su tribu. Luego de esa vez se convirtió en un informador frecuente para mí (ya sin abrazo de por medio).

De pronto uno camina en la vida por estrechos pasajes, angostos espacios donde parece que no hay salida; sientes que te ahogas en tu realidad de la que reniegas, pero de pronto, espera, ¿no se ve allá algo que parece una puerta?, sí, allá, al fondo. Te acercas y ves que es una cerradura singular, su color azul y su oquedad triangular te recuerdan algo de tu pasado. ¿Será posible que aquella llave azul que alguna vez recogiste...?

Las llaves azules abren puertas. Hoy en día me jacto de que no tengo propiamente una oficina, paso gran parte de mi tiempo en la calle y dedico casi toda mi atención a investigar sobre las personas, escribo informes, visito tribus disímbolas, ¡ah!, y gracias a que tuve un entrenamiento forzado en el teclado de una pesada Olivetti, puedo escribir en mi computadora a una velocidad que sólo conocen mis dedos. Y lo disfruto enormemente.

Las claves de la vida se entienden mirando el espejo retrovisor.