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lunes, 24 de octubre de 2016

Lo aprendí de una empanada

Me dijeron "es el mejor lugar para probar las empanadas argentinas". Estaba yo en Buenos Aires y sabía que la recomendación podría ser exagerada, es como si alguien en México te habla del mejor lugar para probar tacos. Con esa salvedad en mi cabeza y con mucha hambre en el resto del cuerpo, llegué a un modesto lugar en espera del santuario culinario anunciado por un amigo bonaerense. Efectivamente, las empanadas muy buenas, eran de horno, su costra dorada traía algo de fuego y de ladrillo. Pronto llegó la decepción.

Como es natural para un mexicano, pedí salsa chimichurri. El mesero hizo un gesto como si le hubiera preguntado por una empanada de huitlacoche, luego dijo que trataría de conseguirla. Fue entonces cuando vi a los demás comensales, en ninguna mesa había el tradicional aderezo argentino, muy usado en sus asados.

¿Por qué los mexicanos aderezamos las empanadas argentinas con chimichurri? Mi deducción es que como casi a todo le echamos salsa, como el picante es parte de la identidad cultural, seguramente en alguno de los restaurantes argentinos que tanto nos gustan en México, alguien pidió salsa picante, y lo más cercano a "picante" para un argentino es la chimichurri que, como sabemos, es totalmente inofensiva pero da sabor. A partir de ahí la costumbre de asociar empanadas con chimichurri forjó un estereotipo, un constructo social, también un mito. Hay extranjeros que se desencantan en México cuando ven que su cerveza no tiene una rebanada de limón atorada en el cuello de la botella. La publicidad ha construido una imagen que para muchos, en otros países, es una verdad.

El presidente Peña, al inaugurar la Semana Nacional de Transparencia 2016, dijo que en materia de corrupción nadie puede arrojar la primera piedra y que todos somos parte de un modelo "que hoy estamos desterrando y deseando cambiar". No estoy de acuerdo en la generalización y menos en equiparar todos los casos de corrupción como si fueran igualmente graves. La declaración fue considerada como una ofensa por muchos y como una confesión de parte, por otros. Lo rescatable para mí es que efectivamente todos somos parte de un modelo, es decir un sistema, que hace que las cosas funcionen cuando hay corrupción, y promueve frenos para que exista el incentivo de quitarlos. En Vecinos distantes, Alan Riding se refiere a la corrupción mexicana como lubricante y engrudo. Tiene razón.

El que seamos parte de ese sistema no quiere decir que todos seamos corruptos o que la corrupción sea incurable. Lo grave es que nosotros mismos construyamos, por acción u omisión, un estereotipo de que los mexicanos somos corruptos.

Yokoi Kenji es un joven nacido en Colombia donde creció sus primeros diez años, luego vivió en Japón. Físicamente parece nipón, culturalmente es latino con una mezcla de la cultura del sol naciente. Se ha dedicado a demostrar que vivimos con muchos mitos, que los japoneses son más inteligentes, por ejemplo. Durante sus primeros años en Japón vio que los niños japoneses eran muy similares a los colombianos, gritaban, molestaban igual. La diferencia que encontró fue la gran disciplina (el respeto por las normas) que se tiene en Japón. Llegó a la conclusión de que los japoneses valoran más la disciplina que la inteligencia. Su caso, al ser un individuo nutrido de dos culturas, demuestra que la corrupción es sistémica, es cultural, no está en los genes, no atenta contra el nacionalismo, está en los hábitos sociales promovidos por la mayoría de los ciudadanos.

La construcción de un nuevo estereotipo mexicano debería ensalzar conductas positivas, actos donde un mexicano actuó sin corrupción. Pero debemos empezar por nosotros, por casa y por acciones de vida cotidiana. Luego en las escuelas. No se trata de ganar el premio nacional anticorrupción, se trata de ganar la secreta e íntima satisfacción de dar un buen ejemplo desde aquello que pensamos que no importa.

Los estereotipos cambian creencias, las creencias cambian conductas. Esto es tan cierto como que la salsa chimichurri no pica.

Caleidoscopio en París

Llegué a París y no todo es luz. Por acá está la sede de la Unesco donde hace unos días el gobierno mexicano votó en contra de que se reconozca el vínculo del pueblo judío con uno de sus lugares santos, el Monte del Templo, en Jerusalén. A la cuestionable posición de México hay que añadir la lamentable destitución del embajador mexicano ante la Unesco, Andrés Roemer, un hombre capaz que ha tenido que pagar injustamente los platos rotos por la torpeza de sus superiores. Por si fuera poco, se ha desatado un linchamiento social en contra del ex representante mexicano, que en poca medida atañe al asunto de la votación en la Unesco y es más bien la expresión de un preocupante sentimiento de odio (schadenfreude es el placer derivado del infortunio ajeno).

La naturaleza humana ha cambiado poco con el paso de los siglos. Es el mismo París del odio religioso que terminó en la masacre de San Bartolomé, asesinato en masa de protestantes durante las guerras de religión en el siglo XVl. Es esta la capital que hace unos meses experimentó el extremismo religioso musulmán en forma de terrorismo. La intolerancia es una materia latente en el ser humano, a veces basta el discurso explosivo de un fanático que a través de una inyección de miedo detona el lado oscuro de la gente.

Lo saben los parisinos, su secreto mejor guardado es su volátil clima. Contrario a Londres, del clima parisino no se habla. Por su lado luminoso, es fácil enamorarse de París. Escribo desde el Petit Palais, emblemático museo de la capital francesa. Si tengo suerte y tiempo, espero visitar la tumba de Carlos Fuentes en Montparnasse, también la de Porfirio Díaz y la de Julio Cortázar. Tres figuras de mi devoción. Mientras camino por estas calles centenarias es inevitable pensar en Rayuela, en los recorridos parisinos de Horacio Oliveira y sus encuentros con La Maga, especialmente al cruzar el Pont des Arts que, como viejo bonachón, tiene unos kilos de más, por culpa de los enamorados y de la literatura. El puente luce repleto de los "candados del amor". Miles de parejas "sellan" su compromiso atorando un candado en los puentes de París, luego arrojan la llave al Sena. Se cuenta que la costumbre inició por la novela Tengo ganas de ti, del italiano Federico Moccia, donde una pareja de enamorados coloca un candado en el puente Milvio, en Roma. De unos años para acá varias ciudades europeas han tenido que soportar la dualidad de esta superstición que se cura con un cerrajero.

Por un lado, estos rituales atraen gran cantidad de turismo, por el otro, comprometen la integridad del patrimonio. El ayuntamiento de París retira hasta 70 toneladas de candados cada seis meses, un sobrepeso que ya ha provocado desprendimientos en puentes históricos, y tal vez más de algún divorcio.

En uno de estos puentes varias parejas se tomaban fotos. Escuché a una mujer reclamar a su compañero que repitiera la foto porque había salido despeinada por el viento. "Observa que salga bien mi cabello", dijo ella. Le comenté a mi esposa que la foto tenía que ser natural, que el viento era parte del momento. No entiendes bien, me dijo, a las mujeres con cabello largo el tema del viento es importante, ustedes los hombres generalmente no sufren por ello.

En el Palacio de Versalles encontré otro paralelismo. En esta opulenta residencia campirana que Luis XIV mandó edificar en las afueras de París, cuando uno ve tal ostentación, es fácil entender el descontento popular que dio origen a la Revolución francesa. Fue inevitable recordar el escándalo de la llamada casa blanca presidencial en México, no cabe duda que la naturaleza humana sigue siendo la misma, por ello la historia se repite (guardadas las proporciones) en otros tiempos y con otros actores.

En los jardines del palacio caminamos hacia el estanque de Neptuno. Se nos atravesó una pareja de peruanos y lo que escuchamos nos arrancó una carcajada. Entendí siglos de historia en un instante, justo cuando la peruana posaba para una foto y le decía a su compañero: "no te olvides de cuidarme el cabello".

Soplaba el viento. Si mi esposa me pide una fotografía, no me temblará la mano. París bien vale una foto.