Conozco de carencias educativas. Estudié primaria y
secundaria en escuelas públicas, hijo de maestra normalista en años donde la
educación privada era vista con recelo. Sé lo que es llegar a un salón de clase
y luchar por un mesa-banco que no esté roto, traer un tornillo de la casa para
arreglarlo, ir un sábado a pintar butacas y hasta barrer el salón. No todo lo
hice sin renegar.
En secundaria escogí el taller de soldadura, me tocó
el de imprenta, presagio entonces invisible por mi afición al teclado. Todo
hubiera sido normal de no ser que el taller estaba junto a los baños y el olor
de los orines era más fuerte que el de la tinta. Así, en aquel hedor, tuve mi año úrico. Cuando
conocí una escuela privada no podía creer que los baños no apestaran.
Cursaba el segundo semestre en la universidad y llevé orgulloso
mis calificaciones a mi papá. Su respuesta fue “muy bien, a propósito, a partir
del próximo semestre tú te pagas la universidad”. De haber sabido que existían
marchas, le hubiera hecho un plantón por quitarme mis privilegios. Tiempo
después cambió de carro y me ofreció quedarme con el anterior. Cuando tomé las
llaves me dijo “vale tanto, ¿cómo me lo vas a pagar?” Entonces sí sentí el
complot del estado paterno en mi contra. No paró ahí. Cuando cobré mi primer
sueldo me pidió que una parte se la diera a mi mamá, cada mes. ¡Encima, doble
tributación!
Lejos estaba yo de ver que mi padre me preparaba para
vencer la adversidad. En otras palabras, estaba fortaleciendo mi resiliencia,
la capacidad que tienen los seres vivos de salir adelante y sobreponerse a
situaciones contrarias.
Los individuos resilientes crean comunidades
resilientes y éstas sociedades más fuertes. La resiliencia es innata al ser
humano, pero se atrofia cuando éste es sometido a ciertas condiciones. Pensemos
en el animal salvaje que es domesticado. Se le da de comer, se le protege,
entra en un estado de confort tal, que si alguna vez es reubicado en su estado
salvaje, morirá, no podrá competir por su vida, perdió su capacidad resiliente (anomia
asiliente), tiene una incompetencia aprendida.
Sin menoscabo de que los maestros del CNTE tienen
puntos válidos por los cuáles luchar (no dejar fuera ética, filosofía, y otras
disciplinas humanistas), en otros tantos, erran. Pregonan no perder sus
privilegios, no quieren la competencia porque le temen, no la ven como un
recurso de bienestar y superación (y tal vez nadie se los ha hecho ver). Pregonan
un principio anti-resiliente: “El enfoque por competencias fomenta la formación
de sujetos acríticos, ajenos a su realidad histórica, desvinculados de la
necesidades sociales, individualistas, egoístas, pragmáticos e insensibles a la
historia, la cultura y la política.”
El estado natural de la vida es de competencia, los
organismos más competentes salen adelante, por ello es fundamental pasar a un
esquema que promueva la resiliencia, maestros que entiendan el concepto y que
además de ser expertos en una disciplina sean maestros en resiliencia. Por algo
recordamos al maestro exigente, aquel que nos hizo sudar pero que nos enseñó.
Si el CNTE acepta la lucha de clases como principio ideológico, debería aceptar
que no hay lucha sin competencia.
Los 8 pilares de la resiliencia (cortesía del Dr.
Dagoberto López) son: autonomía,
afrontamiento, autoestima, conciencia, responsabilidad, esperanza-optimismo,
sociabilidad inteligente y tolerancia a la frustración. Estas
competencias deberían ser parte de la reforma educativa y los programas
sociales del país (y parte de lo que todo equipo, empresarial o no, debería
fomentar para triunfar).
Hay sociedades donde los abuelos tuvieron alta resiliencia
(como sucede con exiliados de guerra o migrantes), fundaron empresas exitosas,
los hijos vivieron acomodados y los nietos son juniors. Sociedades donde se
vendieron las fábricas y ahora el negocio es la especulación inmobiliaria. La
resiliencia se pierde y los culpables son los padres de familia y los maestros.
La mamá que cambia al hijo de salón porque a éste no le gustaron sus
compañeros, le hace un grave daño.