En la
prehistoria de los años 70 ser padre era mucho más fácil que hoy, en gran
medida porque el flujo de información que recibía un niño o un adolescente, era
mucho menor. A mi no me tenían que decir que apagara la tele a cierta hora de
la noche, simplemente la programación terminaba y ya, te quedabas en estado de
congelación viendo la “nieve” del cinescopio. El trabajo del padre cancerbero
tenía como cómplice a la propia tecnología.
Las limitaciones
telefónicas eran de enorme ayuda. Ante la inexistencia de teléfonos celulares,
el único conducto era el teléfono fijo de la casa, con el que todos se
enteraban quién te llamaba (muchas veces hasta qué decía) y cuánto tiempo
tardabas en la conversación.
Saber que todo
iba bien bastaba con ver tus calificaciones y que mamá hiciera una rutinaria
revisión a la mochila. Hoy la tecnología ha complicado la tarea de los padres,
no sólo porque ha abierto el cúmulo de información que reciben los hijos sino
porque ha multiplicado los canales de comunicación, haciendo del control una
tarea titánica.
El Dr. Leonard
Sax se ha destacado por su trabajo estudiando el impacto de la tecnología en el
desarrollo de niños y adolescentes. A su manera de ver, las niñas y las jóvenes
están en situación más vulnerable ante la exposición mediática. Fue tajante:
“entre más tiempo pase una mujer en las redes sociales, hay más posibilidades
de que se deprima y sea infeliz”. La razón estriba en lo que llama “vivir vs.
representar”, por cuestiones de género, la mujer es más del escenario. Una
chica que está en su casa viendo las fotos de los demás, dice Sax, tenderá a
pensar que es infeliz porque los demás son más felices que ella.
El problema es
que lo que esta chica ve no es la realidad sino una representación de la
realidad. Quiero pensar que Sax ha leído el trabajo de Guy Debord, quien ya
desde 1967 publicó “La sociedad del espectáculo”, estableciendo precisamente la
misma tesis que nos habla de una separación entre realidad y representación.
Veamos una foto
que sube una chica en las redes sociales. Aparece con una hermosa sonrisa (tuvo
tiempo de escoger en cuál de las 6 fotos sonríe mejor) y a su lado el novio que
levanta la copa. Están en un conocido restaurante local. Hay amigos, comida
deliciosa. ¡Quién fuera ella, qué suerte de mujer! Además ha escrito una
consigna que le da aires de inteligencia y sensibilidad poética: “no te
preguntes qué te pondrás esta noche, ponte a vivir”.
La amiga, que
está en pijama en su casa, viendo casi en vivo la vida de los demás, pone un
“me gusta” a la foto del noviazgo inmaculado. Y así acumulará varios “me gusta”,
en otras tantas fotos, hasta sentir que los demás son felices, pero ella no. Lo
que no ve es “la otra foto”. Antes de posar con sonrisa de revista de modas, la
amiga de la foto se peleó con el novio, discutieron, quizá hasta se hirieron
con agravios. Por supuesto el coraje le quitó el hambre, dejará intocable medio
plato. El novio tiene problemas de alcoholismo que no salen en la imagen, como
tampoco el préstamo que le hizo un amigo para pagar la cena. Nada de esto se
publica en las redes sociales, es una realidad paralela oculta, pero es más
bien la realidad, una donde la gran divisa social es la imagen, la
glorificación de la escena.
Impresiona la
claridad con la que Debord vio hace décadas lo que ahora vemos nosotros ante el
embate mediático: “El espectáculo (...) no es un suplemento al mundo real, su
decoración añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real”.
No es que las
redes sociales nos hayan cambiado. De alguna forma siempre hemos sido proclives
al espectáculo mediático, siempre lo seremos. Lo que hoy sucede es que tenemos
nuevas herramientas que nos facilitan el deshago de un instinto, decirle al
mundo lo que no somos y no tenemos, mentirnos a nosotros, luego a los demás. Hemos
hecho apología de la apariencia.
Hay madrugadas
que tomo el control de la TV, busco sin encontrar en cientos de canales. Es
paradójico, extraño la “nieve” del cinescopio.