Los mercados
públicos pueden ser vistos desde muchos ángulos. Espacio para el comercio
popular, punto de encuentro, pago de favores y concesiones, centro de atracción
turística, fuente de trabajo, testigo de tradiciones, custodio de sabores
ancestrales, sinónimo de frescura y buen precio. Los mercados públicos
contienen la magia de una cultura, encierran los miedos y supersticiones, las
creencias tradicionales, paganas y liberales; en su diversidad desdoblan la más
profunda psique social y, elevados a su máximo potencial, se convierten en
moradas culturales que generan bienestar y riqueza a sus participantes y a la
comunidad.
La abundancia de
recursos culturales en México nos ha llevado a dilapidar el patrimonio. Salvo
contadas excepciones, nuestros mercados públicos no explotan su condición de
activo cultural. Relegados a la burocracia del Departamento de Mercados, se
convierten en números de expediente, hojas empolvadas con destino al archivo
muerto. Para colmo, hemos inducido a las nuevas generaciones para hacer del mall gringo, el centro de nuestra vida
social, mientras el mercado público es cosa de las abuelas o de los vecinos del
centro de la ciudad, esa zona que creemos conocer en libros de historia.
Hay notables
manifestaciones del potencial de un mercado cuando es convertido en morada
cultural. El de San Miguel, enclavado en el Madrid castizo, se ha convertido en
punto de encuentro para locales y visitantes. Bajo una centenaria estructura de
hierro, ofrece una excepcional oferta gastronómica, pero también la esencia del
mercado: la compra cotidiana de víveres. Conviven bajo el mismo techo los
vinos, vermuts, aceitunas, aliños y banderillas, embutidos y conservas, evocaciones
cuyos nombres provocan la rendición del paladar: “Bocatines de carne de corzo
con cebolla caramelizada”.
Recientemente se
quemó el tradicional Mercado Corona, en el centro histórico de Guadalajara.
Convertido en una “zona cero”, el espacio albergará un nuevo mercado. El
gobierno local, los empresarios, los comerciantes, tienen una oportunidad de
oro para construir una morada cultural que no sólo exalte las manifestaciones
gastronómicas tapatías sino que se vuelva en un polo de atracción turística,
orgullo de la ciudad, punto revitalizador de la vida nocturna del centro
histórico. Debe partirse de un concepto, no de un plano arquitectónico.
En el corazón de
la Ciudad de México está el mercado de San Juan Pugibet, el secreto mejor
guardado de la capital. Tiene tradición, historia (ahí estuvo la fábrica de
puros El Buen Tono) y una variedad tal, que es sitio obligado de muchos chefs y
sibaritas, exploradores de lo exótico. Pocos capitalinos lo conocen.
Dijo Neruda
“México está en sus mercados”, pero parece que no sabemos explotar esta
fantástica riqueza, como sí lo hace Florencia con su Mercato Centrale Firenze,
o Barcelona con La Boquería. Elevar el nivel cultural (y por lo tanto, económico)
de algunos mercados mexicanos, implica una nueva apuesta de no sólo ver
comercio, sino emprendimiento cultural. No se trata de desplazar lo popular por
lo elitista, se trata de innovar con tradición bajo una convivencia de lo
cotidiano y lo extraordinario de lo cotidiano.
Se trata de
hacer espacios donde la gente desea estar, espacios de seducción sensorial
donde la degustación empieza por la generosidad de obsequiar bocados, donde la
comida informal de la región adquiere notas superiores cuando se cuentan los
orígenes, las historias y tradiciones, cuando se alimenta no sólo al estómago,
también se estimula la mente. Espacios donde “espontáneamente” brota un violín,
luego un cello y una soprano (también tríos y mariachis) sitos donde surge la
foto, el recuerdo, y la fuerza imbatible de la recomendación de boca en boca.
En nuestros
mercados está la posibilidad de encontrarnos con el pasado y ver el futuro, preservar
nuestro mejor rostro, ofrecernos al mundo, el mercado debe humanizarnos,
volvernos a la simpleza de lo cotidiano, a la búsqueda de lo extraordinario
olvidado.