Lo había leído, pero no escuchado. El hombre que todos
los días aparece en más de 150 periódicos, el narrador jocoso, el historiador
favorito de muchos, tomó el micrófono y con su voz inició la cadenciosa
seducción del domador de audiencias, certero, agudo, implacable en la sintaxis,
evocador de imágenes, sonsacador de la risa, un torrente de 75 años llamado
Armando Fuentes Aguirre, “Catón”.
Quien probablemente sea el periodista más leído de
México, me recordó, durante la Convención Nacional de Fabricantes de Muebles en
Puerto Vallarta, el enorme poder de contar historias, esa práctica tan tribal
como actual donde uno habla y los demás escuchan, absortos, entrados en un
ritmo ajeno, embelesados, siguiendo, como los roedores de Hamelín, un sonido
cautivador, nada más que en lugar de llegar a un desenlace en las aguas de un
río mortal, nos condujo a un sitio de optimismo que luego de noventa minutos
provocó una ovación de pie.
Se acerca al micrófono como dos viejos que se conocen
desde hace muchos años. Cada palabra, cada frase, cada chiste, están colocados
con precisión milimétrica, como los enormes bloques de piedra en las pirámides
de Egipto, y uno se pregunta cómo alguien es capaz de semejante agudeza, sin
leer, sin apuntador, sin una palabra en falso, sin más recursos que su memoria
prodigiosa y la habilidad mental de un joven impetuoso.
Y pensé, cómo nos hace falta en México un político con
gran capacidad expresiva, con retórica de arrastre pero certeza de juicio y la
fina inteligencia que sabe usar el humor como espada. Lo que fue Churchill para
el Reino Unido, no lo que fue López Portillo para México. Imaginé qué sería
haber escuchado a J. F. Kennedy, Reagan, o Atatürk, personajes con sobrada
capacidad para inspirar y comunicar.
Catón evoca escenas eróticas pero las viste de seda,
deja lo vulgar para la imaginación del escucha, domina el doble sentido como un
encantador de serpientes que no demuestra miedo. Catón es un escultor de la
lengua. Su boca administra por igual silencios y onomatopeyas; los primeros nos
acercan al filo de la silla, las segundas contagian risas, sueltan el cuerpo. Se
convierte en un niño malcriado, una vendedora de gorditas, un cura piadoso, un
político o un general desalmado.
Los buenos líderes usualmente tienen una gran
capacidad retórica y de oratoria, son capaces de llevarnos a lugares distantes
o convencernos de que vale la pena un sacrificio. El poder de contar historias
no es exclusivo de personas. En esencia, una marca es también una historia que
se cuenta en cada momento que toca a su audiencia, por ello los grandes
gestores de marca son también grandes contadores de historias, inspiradoras de
sueños y lejanías, aprovechan la cultura y los símbolos del lugar de origen, la
arquitectura, el paisaje, los mitos, las aspiraciones de la gente.
Todo esto me recordó el hombre que es capaz de pronunciar
“orificio excretorio” mientras dibuja una sonrisa en la gente, mientras acelera
la pronunciación o la retarda como si hablara bajo el agua. Su habilidad no es
casual. Me confesó que estudió teatro, de ahí su capacidad histriónica y por lo
que alguna vez Ignacio López Tarso le dijo “usted no es un conferencista, usted
es un actor, lo suyo es un monólogo”. Y yo diría, un gran monólogo.
A Catón no le sobran las palabras. Aún cuando diga
lascas, lonchas o laminillas de tocino, parsimonioso, circunspecto o solemne, uno
camina cada uno esos escalones con la certeza de que son parte de una escalera
perfecta.
Hablando del futuro de México, nos alertó de que la
mayor oscuridad es la que viene de nosotros mismos al perder el optimismo. De
la democracia dijo, es la búsqueda de un país, no un día en que hay que salir a
votar, nos invitó a ser contrapeso de la política a la que llamó “la voraz
casta”, y se refirió a su etapa de abuelo como la “gozosa paternidad
irresponsable”.
Al caer la noche lo vi aplaudir con júbilo a un
mariachi y emocionarse como si escuchara su primer falsete. En el brillo de sus
ojos de niño inquieto se dibujaba lo que llamó “la hermosa aventura de vivir”.
Luego nos despedimos y se alejó con la prisa de un adolescente, un juglar
moderno, un falso hombre mayor que va al encuentro de más palabras.
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