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domingo, 27 de octubre de 2013

Encuentro con Catón

Lo había leído, pero no escuchado. El hombre que todos los días aparece en más de 150 periódicos, el narrador jocoso, el historiador favorito de muchos, tomó el micrófono y con su voz inició la cadenciosa seducción del domador de audiencias, certero, agudo, implacable en la sintaxis, evocador de imágenes, sonsacador de la risa, un torrente de 75 años llamado Armando Fuentes Aguirre, “Catón”.

Quien probablemente sea el periodista más leído de México, me recordó, durante la Convención Nacional de Fabricantes de Muebles en Puerto Vallarta, el enorme poder de contar historias, esa práctica tan tribal como actual donde uno habla y los demás escuchan, absortos, entrados en un ritmo ajeno, embelesados, siguiendo, como los roedores de Hamelín, un sonido cautivador, nada más que en lugar de llegar a un desenlace en las aguas de un río mortal, nos condujo a un sitio de optimismo que luego de noventa minutos provocó una ovación de pie.

Se acerca al micrófono como dos viejos que se conocen desde hace muchos años. Cada palabra, cada frase, cada chiste, están colocados con precisión milimétrica, como los enormes bloques de piedra en las pirámides de Egipto, y uno se pregunta cómo alguien es capaz de semejante agudeza, sin leer, sin apuntador, sin una palabra en falso, sin más recursos que su memoria prodigiosa y la habilidad mental de un joven impetuoso.

Y pensé, cómo nos hace falta en México un político con gran capacidad expresiva, con retórica de arrastre pero certeza de juicio y la fina inteligencia que sabe usar el humor como espada. Lo que fue Churchill para el Reino Unido, no lo que fue López Portillo para México. Imaginé qué sería haber escuchado a J. F. Kennedy, Reagan, o Atatürk, personajes con sobrada capacidad para inspirar y comunicar.

Catón evoca escenas eróticas pero las viste de seda, deja lo vulgar para la imaginación del escucha, domina el doble sentido como un encantador de serpientes que no demuestra miedo. Catón es un escultor de la lengua. Su boca administra por igual silencios y onomatopeyas; los primeros nos acercan al filo de la silla, las segundas contagian risas, sueltan el cuerpo. Se convierte en un niño malcriado, una vendedora de gorditas, un cura piadoso, un político o un general desalmado.

Los buenos líderes usualmente tienen una gran capacidad retórica y de oratoria, son capaces de llevarnos a lugares distantes o convencernos de que vale la pena un sacrificio. El poder de contar historias no es exclusivo de personas. En esencia, una marca es también una historia que se cuenta en cada momento que toca a su audiencia, por ello los grandes gestores de marca son también grandes contadores de historias, inspiradoras de sueños y lejanías, aprovechan la cultura y los símbolos del lugar de origen, la arquitectura, el paisaje, los mitos, las aspiraciones de la gente.

Todo esto me recordó el hombre que es capaz de pronunciar “orificio excretorio” mientras dibuja una sonrisa en la gente, mientras acelera la pronunciación o la retarda como si hablara bajo el agua. Su habilidad no es casual. Me confesó que estudió teatro, de ahí su capacidad histriónica y por lo que alguna vez Ignacio López Tarso le dijo “usted no es un conferencista, usted es un actor, lo suyo es un monólogo”. Y yo diría, un gran monólogo.

A Catón no le sobran las palabras. Aún cuando diga lascas, lonchas o laminillas de tocino, parsimonioso, circunspecto o solemne, uno camina cada uno esos escalones con la certeza de que son parte de una escalera perfecta.

Hablando del futuro de México, nos alertó de que la mayor oscuridad es la que viene de nosotros mismos al perder el optimismo. De la democracia dijo, es la búsqueda de un país, no un día en que hay que salir a votar, nos invitó a ser contrapeso de la política a la que llamó “la voraz casta”, y se refirió a su etapa de abuelo como la “gozosa paternidad irresponsable”.

Al caer la noche lo vi aplaudir con júbilo a un mariachi y emocionarse como si escuchara su primer falsete. En el brillo de sus ojos de niño inquieto se dibujaba lo que llamó “la hermosa aventura de vivir”. Luego nos despedimos y se alejó con la prisa de un adolescente, un juglar moderno, un falso hombre mayor que va al encuentro de más palabras.

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