"Valderrama,
(...) había venido contando las cruces diseminadas por caminos y veredas, en
las encrespaduras de las rocas, en los vericuetos de los arroyos, en las
márgenes del río. Cruces de madera negra recién barnizada, cruces forjadas con
dos leños; cruces de piedras en montón, cruces pintadas con cal en las paredes
derruidas, humildísimas cruces trazadas con carbón sobre el canto de las peñas.
El rastro de sangre de los primeros revolucionarios de 1910, asesinados por el
gobierno"
Este pasaje de
destrucción pronto cumplirá cien años, metafóricamente podríamos hablar del
México actual. Mariano Azuela pintó en “Los de abajo” (1916), la cruda realidad
de un país mojado por la sangre, la falta de unidad, una enorme desigualdad de
las clases sociales, un primitivismo cultural y educativo, un país queriendo
salir de un atraso ancestral. El balance de este año deja ese rastro de cruces
en el camino y las mismas cuentas por saldar.
Consumadas las
aprobaciones de las principales reformas promovidas por el Presidente Peña
Nieto, el reto es que los beneficios lleguen al bolsillo de la gente, que
incidan en mejores condiciones de vida. Sin que esto suceda, la retórica
gubernamental seguirá vendiendo esperanza. La verdadera distribución de la
riqueza nacional pasa por un país en condiciones de crear más y mejores
empleos, instituciones y empresas más fuertes, condiciones certeras para la
inversión nacional y extranjera, cuyos beneficios derramen a la sociedad
mexicana.
¿Qué pensaría
Mariano Azuela de saber que el México que encara el año 2014 ocupa, en el
mundo, los últimos lugares en aprovechamiento académico y el primer lugar en
secuestros?
Seguimos
viviendo un México de grandes contrastes, una nación de castas donde cohabitan
los de abajo y los de arriba. Aunque esto existe en cualquier sociedad
capitalista, no debería ser consuelo. Los de arriba planeando vacaciones en
afamados destinos, los de abajo contando el dinero de un día de chamba, los de
arriba trabajando en la continuidad hereditaria de su tribu, los de abajo
administrando la escasez del único tiempo: hoy.
Un mexicano es
capaz de decir “dígame mi señor”, otro mexicano apunta a la cabeza de un
compatriota con su pistola, uno abre gentilmente la puerta del carro, el otro
se lo roba, las dos cosas incomodan. El país hierve y en ese calor se degradan
valores, ¿qué línea separa el bien del mal? Dice el revolucionario Valderrama
en la novela de Azuela: “Juchipila, cuna de la revolución de 1910, tierra
bendita, tierra regada con sangre de mártires, con sangre de soñadores... de
los únicos buenos! ...” y completa la frase un ex-federal: “Porque no tuvieron
tiempo de ser malos.”
Sin ser un
estereotipo, los de arriba debatiendo cambios en su mundo, los de abajo, como
en la novela revolucionaria, arrastrados por causas que no entienden, prestos a
la protesta. Los de arriba con autos para viajar cómodamente, los de abajo esperando
un camión que no llega o un vagón del metro colmado de olores. Unos viviendo entre
guardias de seguridad, bardas altas, cámaras de vigilancia, tratando de
mantener a raya a los otros, los de arriba en suplementos y revistas sociales,
disfrutando un mundo ajeno (y provocador) al de los de abajo. ¿Cómo explicarte,
Mariano, que la revolución no curó al país?
En un texto
sobre la obra de Azuela, Luis Veres cita a Marta Portal: “En la Revolución el
mexicano encontró al otro mexicano y conoció su descontento gemelo. Supo el
hombre mexicano que no existía solo, y empezó a preguntarse para qué existía
con el hermano.”
A más de 100
años de iniciada la revolución, las reformas del gobierno priista obligan a
pensar que no servirán de nada si no cierran la brecha entre los de arriba y
los de abajo. Tenemos un maravilloso país, también violento y desigual. Si las
reformas aprobadas mejoran notablemente la educación y la economía, habrá que
aplaudir al gobierno, si no, seguiremos sufriendo un México de arriba y otro de
abajo. Seguiremos sin apaciguar el descontento gemelo.
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