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domingo, 2 de febrero de 2014

"Me gusta"

En la prehistoria de los años 70 ser padre era mucho más fácil que hoy, en gran medida porque el flujo de información que recibía un niño o un adolescente, era mucho menor. A mi no me tenían que decir que apagara la tele a cierta hora de la noche, simplemente la programación terminaba y ya, te quedabas en estado de congelación viendo la “nieve” del cinescopio. El trabajo del padre cancerbero tenía como cómplice a la propia tecnología.

Las limitaciones telefónicas eran de enorme ayuda. Ante la inexistencia de teléfonos celulares, el único conducto era el teléfono fijo de la casa, con el que todos se enteraban quién te llamaba (muchas veces hasta qué decía) y cuánto tiempo tardabas en la conversación.

Saber que todo iba bien bastaba con ver tus calificaciones y que mamá hiciera una rutinaria revisión a la mochila. Hoy la tecnología ha complicado la tarea de los padres, no sólo porque ha abierto el cúmulo de información que reciben los hijos sino porque ha multiplicado los canales de comunicación, haciendo del control una tarea titánica.

El Dr. Leonard Sax se ha destacado por su trabajo estudiando el impacto de la tecnología en el desarrollo de niños y adolescentes. A su manera de ver, las niñas y las jóvenes están en situación más vulnerable ante la exposición mediática. Fue tajante: “entre más tiempo pase una mujer en las redes sociales, hay más posibilidades de que se deprima y sea infeliz”. La razón estriba en lo que llama “vivir vs. representar”, por cuestiones de género, la mujer es más del escenario. Una chica que está en su casa viendo las fotos de los demás, dice Sax, tenderá a pensar que es infeliz porque los demás son más felices que ella.

El problema es que lo que esta chica ve no es la realidad sino una representación de la realidad. Quiero pensar que Sax ha leído el trabajo de Guy Debord, quien ya desde 1967 publicó “La sociedad del espectáculo”, estableciendo precisamente la misma tesis que nos habla de una separación entre realidad y representación.

Veamos una foto que sube una chica en las redes sociales. Aparece con una hermosa sonrisa (tuvo tiempo de escoger en cuál de las 6 fotos sonríe mejor) y a su lado el novio que levanta la copa. Están en un conocido restaurante local. Hay amigos, comida deliciosa. ¡Quién fuera ella, qué suerte de mujer! Además ha escrito una consigna que le da aires de inteligencia y sensibilidad poética: “no te preguntes qué te pondrás esta noche, ponte a vivir”.

La amiga, que está en pijama en su casa, viendo casi en vivo la vida de los demás, pone un “me gusta” a la foto del noviazgo inmaculado. Y así acumulará varios “me gusta”, en otras tantas fotos, hasta sentir que los demás son felices, pero ella no. Lo que no ve es “la otra foto”. Antes de posar con sonrisa de revista de modas, la amiga de la foto se peleó con el novio, discutieron, quizá hasta se hirieron con agravios. Por supuesto el coraje le quitó el hambre, dejará intocable medio plato. El novio tiene problemas de alcoholismo que no salen en la imagen, como tampoco el préstamo que le hizo un amigo para pagar la cena. Nada de esto se publica en las redes sociales, es una realidad paralela oculta, pero es más bien la realidad, una donde la gran divisa social es la imagen, la glorificación de la escena.

Impresiona la claridad con la que Debord vio hace décadas lo que ahora vemos nosotros ante el embate mediático: “El espectáculo (...) no es un suplemento al mundo real, su decoración añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real”.

No es que las redes sociales nos hayan cambiado. De alguna forma siempre hemos sido proclives al espectáculo mediático, siempre lo seremos. Lo que hoy sucede es que tenemos nuevas herramientas que nos facilitan el deshago de un instinto, decirle al mundo lo que no somos y no tenemos, mentirnos a nosotros, luego a los demás. Hemos hecho apología de la apariencia.


Hay madrugadas que tomo el control de la TV, busco sin encontrar en cientos de canales. Es paradójico, extraño la “nieve” del cinescopio.

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