Se acaba de
conocer cuál fue “la palabra del año 2013”, en inglés, según el afamado diccionario
Oxford que, desde hace varios años, acostumbra anunciar la palabra
(generalmente inédita) que por su adopción forma parte del bagaje cultural de
millones alrededor del mundo. El hecho
es significativo pues demuestra una de las características de todo lenguaje,
está vivo, crece orgánicamente y sus inclusiones reflejan acciones previamente
adoptadas.
Las nuevas
palabras nunca son realmente un invento, son testigos de algo que las detona, son
como una fotografía, una imagen congelada de una acción que ya sucedió, son el
destilado de un sistema social que de manera práctica e inteligente (para los
fines del propio sistema) encuentra nuevas formas de expresión, usualmente a
modo de atajo, para acortar el esfuerzo de usar más palabras pudiendo usar una.
En cierta forma, una palabra nueva es la economía de la inteligencia.
El ser humano no
puede estar sin significar su mundo, las nuevas acciones merecen nuevos
nombres, y de aquí el origen de la palabra ganadora del año pasado: selfie, acción de autorretratarse con un
dispositivo móvil, con la intención o no, de compartir la imagen en las redes
sociales.
Alguien dirá, y
con razón, que ya existía una palabra para ello: autorretrato, vocablo que
refleja una antigua necesidad humana de quedar plasmado para el recuerdo
perene. Sin menoscabo de este argumento, selfie
refiere a una actitud contemporánea que tiene su fundamento en lo que Zygmunt
Bauman llama “sociedad confesional”, donde hay una gran avidez por la confesión
pública, armada con “confesionarios electrónicos portátiles”. Para los puristas
de la lengua, me temo que la palabra autorretrato tiene perdida la batalla
contra selfie, eventualmente no será
descabellado la inclusión de ésta por la RAE.
A modo arqueológico,
Oxford señala que tiene evidencia del uso de la palabra selfie desde el año 2002 pero su adopción (en las redes sociales,
que es lo que permite una medición) exponencial se dio en 2013 con un
incremento del 17,000%. Dentro de este estratosférico avance está la
significativa contribución de los selfies
de personalidades, temas virales en la red; ahí están los de la pareja Obama,
ella con su perro, él con la Primer Ministro Danesa, o hasta el Papa Francisco
que aparece retratado con jóvenes en lo que se considera “el primer selfie papal de la historia”.
Selfie viene como anillo al dedo para ratificar lo que dice Sarah Bakewell en
el inicio de su libro sobre los ensayos de Montaigne: “El siglo XXl está lleno
de gente que está llena de sí misma”. La nueva tecnología ha redefinido lo que
es público y lo que es privado, también ha redefinido nuestra conducta y por
ello también nuestro lenguaje. Antes de que selfie
fuera una palabra de uso común, los teléfonos móviles inteligentes adoptaron un
botón para accionar una cámara posterior, instrumento perfecto para crear un selfie. Si la mayor parte de los avances
tecnológicos no se da en naciones hispano parlantes, es evidente que las nuevas
palabras no tendrán una raíz hispana. Sin la invención del control remoto para
la televisión, la palabra “zapping” (tan masculina afición por cambiar el canal
constantemente) no hubiera existido.
El avance
tecnológico también ha desplazado locuciones de antaño: hoy no parecemos “disco
rayado” porque ya los discos no se rayan (al menos en el sentido de reproducir
un sonido sinfín); tampoco nos “cae el veinte” porque los teléfonos públicos ya
no funcionan con monedas de veinte centavos.
Habría que
pensar en nuevas palabras mexicanas que, derivado de acciones cada vez más
frecuentes, representen un nombre (eg. concertasesión). Las candidatas podrían
ser “maestrobloqueo”, “moreirazo”; pero también habría que pensar en la
reivindicación de algunas existentes: ética, civismo, ley, justicia, juez,
honradez, política, diputado, senador, policía, entre muchas otras.
Las palabras son
legado, espejo, evidencia. Sin duda una sociedad se confiesa también en sus
palabras.
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